La necesidad de la escuela
aparece en Oriente Medio asociada a la escritura, según consta históricamente, es
decir, cuando el conocimiento pudo objetivarse y albergarse en un soporte
tecnológico exterior a la palabra hablada y a la memoria biológica. Lo que en
la vieja tradición oral se daba como palabra a menudo modulada rítmicamente
para facilitar su memorización, sin mediación institucional, ahora surge como
una nueva forma de disciplina y en un nuevo soporte en forma de tablillas de
arcilla que constituyen una extensión del cuerpo, pudiendo fijarse un texto que
se guarda indeleble para acudir a él como a otras cosas. Es necesario aprender
el arte de la escritura, que hará de los escribas mesopotámicos y egipcios una
clase social prestigiosa y rica, lo que requiere una disciplina y un rigor peculiar
que reflejan los primeros ejercicios y disposiciones escolares de que tenemos
noticia en restos arqueológicos extraídos en lo que hoy día es Irak. La
escritura sirvió, con bastante probabilidad, en primer lugar para hacer listas
y cuentas de bienes e impuestos, pero también acabó siendo depósito de mitos y
literatura.
De aquellos mitos plasmados en
marcas cuneiformes en la arcilla surgió la veneración por el texto fijado,
inmutable, un texto que se sacraliza y tiñe con el poderoso magnetismo del mito
capturado que naciera en la cultura oral, que es fuente de poder, que explica
al lector y no solo es explicado por este, iniciándose en la cultura una
sabiduría circular y hermenéutica entre los hombres y su propia producción
escrita. El prestigio de la palabra escrita suple así al de la palabra hablada.
Es este tránsito de la humanidad a la cultura textual el que asociamos
inexorablemente a la escuela, hasta la actualidad. Es decir, nuestro punto de
partida en esta entrada de blog es la idea, casi de Perogrullo, de que lo
escolar nace ligado a la cultura escrita, en la medida en que la cultura escrita
supone una derivación que con una suerte de vida propia llega a hacer sombra a
la propia vida, precisando de un ámbito específico para su guarda, transmisión
y cultivo. El mundo, así, se bifurca para los seres humanos.
En el caso de la civilización
griega, varios siglos más tarde, en torno al siglo VIII a. C., se fija el texto
de la Odisea y la Ilíada por la discutida figura del poeta ciego Homero y se
inicia a partir del siglo VII al VI a. C. el irreversible movimiento de la
racionalización de la cultura que culmina en el siglo V a. C. donde aparece con
mayor modernidad lo que hoy podemos plenamente identificar con los fenómenos
asociados a la escuela y lo profesoral. La herida o desgarro en el seno de la
tradición, que funda lo que llamamos civilización, se hace si cabe más patente.
El caso griego es mucho más relevante pues el proceso de racionalización (más
allá de la objetivación determinada por la fijación del saber en el texto
escrito que ya se había dado más de mil años antes en Oriente) implicó una
mayor universalización, una extensión a lo largo y ancho de las sociedades por
la que la revisión de la propia tradición impregnó todo el mundo social. Esto
marchó más allá de las paredes de los centros donde se aprendía y cultivaba la
escritura. Porque el proceso de mirarse en su reflejo, el examen de sí mismo
que emprende el mundo griego, fue algo sin precedentes que inició un proceso de
ilustración que nuestra modernidad (y “postmodernidad”) no hacen más que perpetuar
y consagrar. Los griegos introdujeron el germen de la disolución de las viejas
maneras de abordar el cosmos, así como la manía por hallar nuevos órdenes (sin
liberarse del todo de la afición por un orden y por una causa propios del mito)
y, en consecuencia, se dio una nueva relación con la “cultura” y la tradición
que podríamos denominar “crítica” porque trata de marcar una aparente distancia
con aquello que, sin embargo, está intrínsecamente ligado con uno hasta el
punto de que lo constituye a uno y que es uno mismo. Así que el esfuerzo de la
civilización grecolatina será, desde entonces, el de jugar a mirar (una vez que
se asume, platónicamente, la metáfora de la vista y la iluminación) las cosas
(los entes) desde novedosas perspectivas, desde los ángulos y posiciones siempre
infinitas que nos separan de esa hipótesis del ojo que todo lo alcanza que se
acabaría situando en Dios. Por lo menos así ha ocurrido en el momento que en
Grecia se alzó Platón.
Los fenómenos ligados a la
escuela más actuales detectados, denunciados y combatidos por la pedagogía y la
didáctica más avanzadas e involucradas con nuestro mundo lleno de recursos y
grandes posibilidades tecnológicas, ya se daban en la Atenas del siglo V a. C. En
realidad, el discurso de la pedagogía y la didáctica (entendamos a la primera
como un discurso teórico sobre los fundamentos de las prácticas educativas que
se ha dado desde perspectivas y movimientos que han variado históricamente; y
entendamos a la segunda, es decir, a la didáctica, como el conocimiento
instrumental acerca de los medios y recursos necesarios para llevar a cabo con
éxito el complejo proceso de la educación escolar) ha ido insistiendo en unos
tópicos semejantes que se vienen repitiendo desde la República de Platón. Si es que Rousseau tuvo razón en considerar a
este el gran libro sobre educación jamás escrito y tenemos en cuenta que el
ginebrino es la fuente directa o indirecta de, como señaló el sociólogo Lerena,
las pedagogías activas y menos directivas, es decir, las más ligadas al
pensamiento político progresista, tenemos que pensar qué hay en la República de nuevo o de actual para
nosotros. O de moderno. Y resulta que hay mucho.
La casualidad, que nunca es
casual, nos revela una pista. Siguiendo la senda de un dulce caos he ido a
parar de nuevo, porque ya lo hice hace casi veinte años, en los Ensayos de Montaigne, en la magnífica
edición de la exquisita editorial Acantilado. Un volumen que apetece leer con
solo mirarlo. Esto quiere decir que no puedo haberme situado en un plano más
moderno, o por lo menos más efervescentemente renacentista. Y resulta que el
erudito de Burdeos también considera a la República
el mayor tratado sobre educación en que pueda basarse un pedagogo, y mira que
maneja fuentes como Quintiliano, Plutarco, Isócrates y, por supuesto, todos los
grandes autores y seguidores tardíos de las escuelas helenísticas, de Cicerón a
Lucrecio o Séneca. Autores que había incorporado a sí mismo, hecho parte de sí,
en una educación que tomará como modelo en un ensayo dedicado a la formación de
los niños.
La clave pedagógica platónica
tiene sus luces y sus sombras. Yo mismo, en mi anterior entrada no resalté lo
suficiente, en mi emocionado colofón, las sombras. Las sombras de algo tan
revitalizado y querido en el Renacimiento del que formó parte Montaigne, algo
que conocemos con el nombre de un libro del humanista Tomás Moro: la utopía. La
utopía, en el sentido en que aparece en el libro del gran ateniense es un sueño
racional, un ideal forjado por una mirada de autocomplaciente lucidez que quiere
penetrar en lo real según la hipótesis de que tras ello está la verdadera forma
de lo que vemos, porque lo que vemos es mera apariencia o reflejo de lo que
existe verdaderamente. Como explicamos, solo un gobernante bien educado, tras
un currículo que Platón detalla
exhaustivamente, es capaz de aplicar la razón y discernir lo verdadero de lo
falso, lo que es de lo que no tiene consistencia ontológica, de lo
inconsistente. Solo esta alma puede obrar según razones y no bajo el efecto de
la seducción de pulsiones y pasiones incontroladas.
Hay, pues, un elitismo
racionalista, podríamos decir, tras el utopismo platónico. La omnipotencia de
un logos antepuesto al trato y roce con lo empírico; defecto que Aristóteles no
dejará de achacar siempre a su maestro. Esto es el germen de lo que para
algunos ha sido una peligrosa propensión totalitaria presente en la República que los autores de corte
liberal, como Popper, han detectado en el proyecto educativo y político de
Platón. Pero al margen de esta discusión, en la que no vamos a entrar y baste
con no callar que puede existir este aspecto más sombrío que no destacamos lo
suficiente en nuestra anterior entrada, hemos de insistir que el gran libro de
Platón es un primer tratado de pedagogía entendida más allá de lo técnico. Como
técnica, la pedagogía venía siendo considerada y lo seguiría siendo en los
tratados de los gramáticos y sobre todo por los sofistas que llevaban un siglo abordando
el asunto de la educación en su sentido más escolar. Platón va más allá de
exponer el cómo educar, aunque lo hace (didáctica), para entrar en un
planteamiento teleológico que diseña desde un modelo utópico, es decir, ideal,
situado en un cielo racional que funda en la razón antes que en el trato con
las cosas. Y es este elemento utópico el que precisamente por su alejamiento y
su confrontación con lo práctico el que va a servir como punto arquimédico para
saltar por los aires y cuestionar lo que en su tiempo estaban haciendo los
profesores y escolares en Atenas.
Desde ese diseño ideal que Platón
quizás trató de llevar a cabo hasta cierto punto en su Academia, gracias a su
aislamiento en la torre de marfil propia del intelectual retirado de la
política, como se ha señalado, denunció el fenómeno que desde que hay cultura
escrita se está dando: la desnaturalización del conocimiento. En pedagogía y
didáctica se diría, la desnaturalización del currículo y de la escuela. Tanto
los eruditos y sofistas del siglo V a. C., como del siglo IV a. C. y no digamos
de época helenística y posteriores, en el periodo de las grandes síntesis y
libros enciclopédicos, de las bibliotecas y sabios que cultivaron un
conocimiento extensísimo libresco y lleno de datos precisos y citas en las que
el texto ya lo era todo (¡qué lejos el ideal socrático!) habían potenciado un
modo de relación con la cultura (escrita) distanciado y despersonalizado que
justificó numerosas obras que trataban de regular y dotar de método y
disciplina a la enseñanza (las gramáticas, por ejemplo). Lo que hoy llamaríamos
currículo se tecnificó (cuidado con
la palabra). El estamento de los profesores ya se había inventado casi tal como
hoy lo conocemos en la Atenas del siglo V a. C. por parte de los sofistas que
cobraban por enseñar, vendiendo su método y su conocimiento, en función del éxito
social y mercantil que aseguraban para sus alumnos.
La utopía platónica, al precio de
caminar vaporosamente por las nubes, que no es escaso precio, trata de
recuperar algo tan presente en el propio contenido del libro del filósofo como
es una edad de oro en la que se retome lo que somos (ya lo explicamos en la
anterior entrada). Y eso tan anhelado, si nos situamos solamente en la
perspectiva de la escuela, es la naturalización de la cultura escolar, su
recuperación por parte del sujeto. Una pretensión inocente en apariencia pero
ambigua y no menos llena de incertidumbre y peligros. Porque lo que
utópicamente se pretende es que ahora el sujeto que aprende se convierta en
educando y asimile, digiera, el currículo, haciéndolo parte de sí, para ubicarlo
en lo más hondo de sí mismo, para que lo constituya verdadera y vivamente.
¿No es este el ideal de toda
pedagogía progresista? El de una educación que se desarrolle con suavidad,
siguiendo las pautas del propio niño, atenta a sus demandas y necesidades hasta
que se produzca una asimilación natural de la cultura otrora inalcanzable. Es
justamente lo que expone Platón que ha de hacer el Estado, aunque en su caso
solamente con las élites. Tan claro lo tiene que no importa que la razón no
intervenga en primer lugar, porque de hecho, se comienza a educar para la nueva
ciudad cuando las criaturas son todavía muy pequeñas. El Estado les influye
creando un medio ambiente determinado (una especie de comuna donde todos los
adultos son madres y padres de todos los niños y niñas) para ir cultivando
primero una sensibilidad y una corporalidad proclive a lo que la razón dicta al
gobernante como lo más justo, es decir, lo más adecuado al orden del ser dentro
del contexto, recordemos, de la metafísica platónica. Así, no importará abordar
la educación intelectual antes que la música y la gimnasia dispongan el cuerpo
y el sentido estético. Todo lo cual quiere decir que para materializar la
utopía que solo existía en el ideal o sueño de la razón, hay que diseñar el
carácter de los ciudadanos, hacerlo propicio a la recepción de dicho sueño.
Puede atisbarse en la buena
intención utópica de Platón ya, fácilmente, su peligro. El peligro de este tipo
de utopías exclusivamente trascendentales. Su alejamiento de lo empírico, que
aun siendo una ventaja, es también inconveniente. Así, puede imaginarse que una
pedagogía utópica de gabinete, como fue la de Emilio de Rousseau tuvo una grandeza, pero también dificultad
similares. El clásico problema de estas utopías racionalistas es el de su trato
con la realidad, el que han de afrontar cuando tienen que medirse con los
acontecimientos y dobleces del mundo de los seres vivientes. Pensemos que un
utopista al estilo platónico es una suerte de ingeniero o arquitecto que diseña
un plano o un pintor que dibuja en su estudio una ciudad ideal.
Pero llegados a este punto,
retomemos nuestro asunto inicial, que es el de cómo ha de digerirse la cultura
escrita o currículo (término para algunos desfasado en la actualidad) en la
escuela, dándose el caso de que desde que apareció la cultura escrita se
desdobló el mundo del conocimiento desnaturalizándose una parte. Vayamos a la
recuperación de Platón que hace Montaigne. Ambos tratan de cultivar sobre todo
el carácter de los niños, antes que, dirá el francés, llenarles la cabeza de
datos, antes que llenar su memoria. Esto mismo, casi con estas palabras
literales, lo dice Montaigne. Él pone de ejemplo en su ensayo sobre “La
formación de los hijos” su propia educación y el caso muy concreto de su
aprendizaje del latín que fue, según describe, muy vivencial y experiencial.
Totalmente al estilo de la Escuela Nueva. Toda su familia se puso a hablar
latín con el niño y a llenar de cartelitos en latín las habitaciones de la
mansión. Lo que ilustra otra paradoja de la llamada “nueva” educación, que se
ha dado más ligada a entornos burgueses, aunque bien es cierto que ha habido un
gran esfuerzo cuando se han fundado escuelas e instituciones (como la
Institución Libre de Enseñanza en España) por incluir de manera muy efectiva y
real a las clases populares. Pero en realidad el rasgo de sueño de ilustrado,
de pensador en gran medida desubicado, propio de los forjadores de utopías en
el sentido más platónico, lo han mantenido bastantes utopías educativas
consideradas clásicas. Es algo que más adelante podemos estudiar en la
confrontación del materialismo de corte marxiano con los socialismos utópicos
que se dio en el siglo XIX, a sabiendas de que justamente en estos últimos la
importancia de la educación fue tan grande como la lucha obrera y la
transformación a otros niveles, dato bastante significativo en relación con
todo esto que estamos mencionando.
Montaigne insiste en que frente a
los maestros (preceptores de niños nobles) de la época, es preciso que el
maestro se esfuerce antes en fortalecer el juicio y el carácter de la criatura
que en, como hemos dicho, llenar su memoria. No está lejos de esto, por cierto,
nuestro querido Séneca, otro gran maestro de la pedagogía moderna al que
Montaigne adoraba y se sabía de memoria. Sí. De memoria. Y eso que llega a
proferir: “Saber de memoria no es saber; es poseer lo que se ha guardado en
esta facultad. Cuando sabemos algo cabalmente, disponemos de ello sin mirar el
modelo, sin volver la vista hacia el libro. ¡Qué enojosa capacidad la que es
meramente libresca!” (p. 193).
Montaigne reivindica esa añorada
unidad de la cultura con los hombres que la escritura escindió y en la que, hoy
diríamos en el contexto escolar, el educando asimila lo que aprende con naturalidad hasta ir integrándolo
en sus capas más propias, forjando su carácter para orientar su acción (ética).
Una vieja idea estoica, por cierto. El
caso es que los Ensayos del autor
francés, que a los treinta y ocho años se encerró en la torre de su mansión
rodeado de libros a escribir para intentar adivinar quién era sin lograrlo del
todo y hablando de sí mismo cuando trataba temas variopintos, están plagados de
citas de los clásicos en latín aprendidas de memoria. Fue su forma de encarnar
todo aquello como un dulce caos, desdiciéndose de toda recepción de la
tradición como canon y manifestando que lo que nos legaron los antepasados es
un orden del desorden, o mejor dicho, esbozos de órdenes en un enredo que sin
embargo es lo único que tenemos. Así se entiende que aunque lance auténticas
diatribas contra el aprendizaje memorístico al que los preceptores obligaban
terriblemente a sus jóvenes discípulos, él llegara a ser uno de los más gozosos
lectores que Séneca o su oponente epicúreo Lucrecio han tenido. Los leyó y
releyó, los supo de memoria, los anotó, los comentó y… los hizo parte de sí.
Justamente eso es lo que una buena educación tenía que hacer con el modelo de
cultura en su tiempo, que eran los clásicos, la fuente del saber, o sea, para
él la fuente antes de las preguntas que de las respuestas. Los hizo suyos
verdadera y auténticamente. No renunció a ellos.
La fuerza del ejemplo y las obras,
o sea, la recuperación del texto escrito por parte del lector, su
revitalización, es otro de los tópicos de la pedagogía moderna que menciona
Montaigne. De nuevo la conquista que ha de darse del mundo teórico por parte
del mundo práctico, aunque se haga desde las coordenadas teóricas de una
utopía. Esto implica una didáctica de la experiencia y el descubrimiento, de la
resolución por parte del niño, que como contrapartida tiene a un maestro que
primero escuche y luego hable, según el modelo socrático. En la página 190 de
la edición de los Ensayos que
manejamos el francés llega a decir expresamente en torno a lo que el maestro ha
de procurar respecto a su alumno (las cursivas son nuestras): “Que no le pida
tan sólo cuentas de las palabras de su lección, sino del sentido y de la
sustancia. Y que juzgue el provecho que ha obtenido no por el testimonio de su
memoria sino por el de su vida. A lo que acabe de aprender, ha de hacer que le
dé cien rostros, y que lo acomode a otros tantos temas distintos, para ver si
además lo ha entendido bien y se lo ha hecho bien suyo, fundando la instrucción de su progreso en la pedagogía de Platón.
Regurgitar la comida tal como se la ha tragado es prueba de mala asimilación e
indigestión. El estómago no ha realizado su operación si no ha hecho cambiar la
manera y la forma de aquello que se le había dado para digerir”.
El trasfondo platónico y aún
socrático se hace obvio en una preciosa frase del ensayo dedicado a la formación
de los hijos: “Hay que enseñarle sobre todo a rendirse y a ceder las armas a la
verdad en cuanto la perciba: lo mismo si surge de la mano de su adversario que
si surge en él mismo merced a un cambio de opinión.” (p. 197) En el bello
sinsentido, en la suprema desorganización que la historia nos lega, la razón
vale solo para esto, igual que para los estoicos: para regir la opinión (y el
comportamiento) por ella. Recordemos el énfasis por conducirse por el logos, que
en Platón adquiere tintes elitistas, pero que en los estoicos se recupera para
los individuos que son todos elevados a gobernantes de sí (a la par que se
simpatiza hasta cierto punto con ideales republicanos, según nos transmitía la
obra de Hadot sobre Marco Aurelio). Es esto, que equivale a un puro y auténtico
afán de verdad, en la perspectiva griega que se hereda en gran parte de la
historia del pensamiento occidental, lo que parece albergar Montaigne en su
asimilación de los clásicos. En medio de la tormenta, y sintió el mundo, creo,
como un mar tempestuoso o por lo menos embravecido en el que era necesario
orientarse para navegar (la conocida metáfora estoica), solo valía este empeño
racionalista de seguir obstinadamente un Norte lógico que era también un Norte
moral: “Que su conciencia y su virtud [del niño] resplandezcan en su lenguaje,
y no tengan otra guía que la razón. Que le hagan entender que confesar el error
que descubra en su propio discurso, aunque sólo él lo perciba, es un acto de
juicio y sinceridad, que son las principales cualidades que persigue. Que la
obstinación y la disputa son rasgos vulgares, más visibles en las almas más
bajas; que cambiar de opinión y corregirse, abandonar un mal partido en un
momento de ardor, son cualidades raras, fuertes y filosóficas”. (p. 198).
Montaigne incluye en el trato con
los hombres, el trato con los libros. Es decir, como resaltamos al comienzo,
ahora estamos en un intento de renovar la relación del (volvamos a referirnos la
escuela) educando con la cultura escrita. A veces la materia de estudio se dará
“masticada” y a veces se formará solo el juicio para que el discípulo elija y
busque. Todo lo cual ha de tener un resultado típicamente estoico, el de un
cuerpo y apariencia serenos pero activos, bondadosos y alegres. Además, se ha
de fundir “cuerpo” y “alma”, lo que el ideal pedagógico de su querido y muy
leído y citado Séneca tanto resalta.
En definitiva, tenemos muchos de
los elementos de las modernas (de la modernidad) pedagogías activas,
progresistas, “nuevas”, “libres” en lo que las une, sin entrar ahora en
detalles. Es decir, el trasfondo rousseauniano en un diseño de corte utópico contrafáctico
que pretende situarse contra lo que los usos y valores de hecho propiciaban en
los preceptores y pedagogos. Más ampliamente, situamos a Montaigne en el giro
anti-pedagógico de la nueva-contrapaideia que combate la escisión entre lo que
hoy llamaríamos educando y currículo, esa grieta que, es nuestra tesis, naciera
con la mismísima civilización. Por eso la
pedagogía nació en la medida que nació esta sima en el seno de la cultura, pero
al mismo tiempo ha sido su esfuerzo desde Grecia restañar la herida, por lo
que se ha dado como paideia y como contra-paideia.
Pero no deja de incomodar,
recordando la fuente platónica de todo esto, una inquietante impresión. Si para
naturalizar lo que se ha llamado hasta ahora currículo (en los tiempos más
recientes se considera algo a superar, ya hablaremos de ello) la solución es
desarrollar una educación que vaya preparando con elementos no racionales la
totalidad de “cuerpo” y “alma” (por emplear los términos de la Antigüedad que
siguieron los autores que hemos nombrado), ¿no se está vetando la posibilidad
de una intervención crítica, de un filtro racional, de una participación lúcida
y consciente del sujeto en su propio proceso educativo? ¿No se está reclamando
que la educación sea una construcción de la totalidad de las dimensiones
afectivas, corporales, emocionales que van a determinar después inconsciente y
acríticamente las elecciones, opiniones y razones del educando? Para Platón, la
razón que regía al Estado (depositada en los gobernantes) paradójicamente tenía
que apoyarse en elementos irracionales para gobernar, entre los cuales se
incluía precisamente un programa educativo o incluso propagandístico que
promoviera la correcta predisposición de los ciudadanos no gobernantes para ser
gobernados. Entonces, tendríamos que una educación bienintencionada con métodos
suaves y “respetuosos” estaría cumpliendo una función terriblemente
autoritaria, pues serviría sin más a la consagración de un modelo de Estado sin
la mediación del pensamiento y la crítica por parte del educando aún en las
etapas de la vida en que este pudiera ser capaz de ser racional y crítico. Algo
así como lo que hoy se denominaría “razón de Estado” (justificada por ser lo
mejor para todos, transfigurados en el cuerpo mismo del Estado como tal) por
encima de las razones de los individuos, cosa en la que derivaron algunas
teorías contractualistas como la hobbesiana. Platón llega a justificar que el
gobernante emplee la mentira si el fin es cumplir con lo que dicta la razón
como lo mejor para la mayoría.
Retornando a la pedagogía,
digamos que no creemos que fatalmente solo pueda darse una bifurcación entre
una forma dura y otra blanda, pero siempre de manipulación en cualquier caso, al
servicio del Estado en la pedagogía, como defendía de manera muy polémica el
libro Reprimir y liberar de Lerena. Reprimir
y liberar como dos caras de una misma moneda en la pedagogía. Hay otras
posibilidades. Pero el ejemplo de la República
de Platón y de algunas pedagogías inspiradas en él, es decir, las que albergan
una idea de Estado que ha de fundarse en un determinado orden educativo, es
decir, en la escuela, que ha de ser la institución que mantenga y fortalezca al
Estado, pueden estar participando de ese totalitarismo que Popper,
polémicamente, le achacaba al modelo platónico. Es decir, anteponer un modelo
de Estado a la educación, la cual estaría al servicio de este, es hacer lo que
Platón pretendió hacer con la educación de los ciudadanos.
Tal vez el caso de Rousseau (gran
lector de Séneca como Montaigne) rectifique esta tendencia que se ha
considerado por algunos “totalitaria” de la República
platónica, pero sobre todo las ideas que hemos visto de Montaigne optan
decidida y ampliamente por anteponer la libertad personal para el uso del libre
arbitrio, idea tan querida por sus muy leídos estoicos. De este modo, aunque la
pedagogía opere necesariamente a ciertas edades con medios irracionales,
adecuándose a lo que sería una previa conformación del carácter, nunca esto va
a ser conducido por los fines de una estructura ideal en el cielo de la
política. Especialmente, no hay para Montaigne una educación con respuestas,
sino con muchas preguntas, siguiendo antes el modelo socrático que el
platónico. No olvidemos que entre la Sofística y Platón estuvo Sócrates y es
ese el tipo de educador en el que parecen basarse las pedagogías que creemos más
favorables a la libertad y al libre pensamiento, al derecho al uso de la propia
razón y el inalienable espíritu crítico del individuo con capacidad para
impugnar y denunciar siempre desde criterios racionales que puedan aspirar a
ser compartidos y argumentados, que conectan con perspectivas como la estoica.
Solo que en la vereda que recorre
Montaigne nada garantiza que se llegue a un punto determinado, que las razones
sean verdaderamente de peso, que todo lo cierren contundentes conclusiones. Por
el contrario, cuando el tábano azuza, todo se pone en marcha, se camina y punto.
El diálogo, decía Borges, es infinito, no cesa. No echa a caminar una comunidad
sin esa suerte de bromas (a veces algo pesadas) que son la duda incómoda, el
dedo acusador del consejero atrevido, la ironía del interlocutor socrático o
hasta la burla de uno consigo mismo. Porque se piensa sin que nada garantice
que se llegue a ningún término, sin que la humanidad lo haya hecho nunca ni nada
parezca apuntar a que lo haga. Esta incertidumbre es el precio. Pero puede
resultar un gozo. Todo parece una suerte de ensoñación, de sueñecillo, de
siesta de la que a ratos despertamos para darnos un chapuzón en el mes de
julio. Todo pasa y pasa y solo queda ese viejo apremio por obrar bien, por la
rectitud de la propia conciencia que Montaigne aprendió de los antiguos, como
lo que realmente une a los hombres, a falta de Dios, en el mundo pagano que en
su época cristiana él hizo suyo. En estas coordenadas situamos el caso de
Montaigne, para el que la humanidad en el fondo y a pesar de todos los espantos
merece una tierna sonrisa. Montaigne nos sitúa, como educadores, en un punto
que, próximo al modelo estoico, trata de sortear el peligro de la manipulación
y de la determinación ideológica de cualquier signo, para que verdaderamente
vuelva a situar a la persona en el centro de su propia educación. Es este puro
afán fruitivo del sujeto que digiere la memoria humana, lleno de solaz, lo que
hay que tomar más en serio y cultivarlo diciéndose que se busca la verdad en
ello, porque la verdad, lejos no puede andar, no muy lejos de este goce, de
este bien y de esta caminata llena de vericuetos que esboza en su retrato
personalísimo que son los Ensayos.