Teología de la liberación, de Gustavo Gutiérrez
Aproximarse
a los textos clásicos de la teología de la liberación es una oportunidad
para confrontar un modo creativo de
tratar y acaso solucionar viejos temas teológicos y filosóficos. De manera que
con algunas preguntas en la cabeza, he emprendido la lectura de Teología de la liberación de Gustavo
Gutiérrez, en una edición actualizada (Sígueme, Salamanca, 2009) cuya novedad
respecto a la original de 1972 estriba en una introducción en la que el autor
reflexiona y recapitula a partir de lo acontecido desde entonces en la realidad
y en la teología. En ella subraya algunas características específicas de este
modo de entender la reflexión teológica, que siguen estando vigentes. El
primero es la opción preferencial por los pobres, que Gustavo Gutiérrez apoya
con abundantes citas de documentos oficiales de distintos papas incluyendo de
manera especial lo suscrito por Juan Pablo II. Pero más allá de estas fuentes,
es el Evangelio y la defensa y cuidado de la vida lo que se opone a la pobreza,
que Gutiérrez entiende razonablemente como muerte. Más allá de una situación
socioeconómica concreta, la pobreza es una destrucción de la dignidad humana,
un envilecimiento de la persona que se ve arruinada en sus diferentes facetas. Esto
se comprende más fácilmente cuando se teoriza desde el Tercer Mundo, donde
salta a la vista lo horrible y anticristiano de una pobreza cuyas causas muchas
veces podrían evitarse.
Es
por esto que la reflexión surge a partir de un apremio práctico, lo cual aleja
a la teología del campo abstracto de las supuestas verdades universales cuya
universalidad se pretende garantizar con el alejamiento de lo concreto
existencial. La teología de la liberación es un esfuerzo por aunar teoría y
práctica en la teología, lo que acabó destacando la necesidad de hablar de una
ortopraxis frente a una ortodoxia. Aquí Gutiérrez destaca que tan erróneo
sería, sin embargo, centrarse sólo en uno de los polos, porque ambos se
requieren mutuamente. Hay una especie de círculo entre la acción y la reflexión
en el que ambas se enriquecen y necesitan. Tan grave es, señala, la teorización
desencarnada como la praxis miope de un activismo tan frenético como
irreflexivo que corre el riesgo de actuar a corto plazo.
Una
pregunta que yo me hago al hilo de la teología de la liberación es la de su
universalidad. Está claro su origen concreto en América Latina e incluso un
cierto tono en ocasiones de cantar las cuarenta a la teología europea (algunos
pueden haberse excedido en esto, me da la impresión, porque hay una teología
liberadora consistente en Europa, vg. Metz) pero todo ello no debe impedir que
se trasluzca una cierta universalidad, o sea, el alcance de verdades válidas
para cualquier región. La TL es bien consciente de que la universalidad no
puede conseguirse a costa de eliminar los elementos particulares en la
reflexión, incluso teniéndolos como su punto de partida, pero esto no quiere
decir que lo surgido de lo concreto no albergue o apunte a una cierta validez
universal. Yo creo que esto es un asunto propio del cristianismo en sí, en el
que, como veíamos que destaca Tillich, se da la máxima absolutez con la máxima
concreción existencial e histórica en la figura de Jesucristo. Aquí, la
diferencia entre la filosofía y la teología parte de la certeza de un fondo del
ser (en palabras de Tillich) que sustenta lo que no puede escapar a la finitud
y a la historia. El dogma cristiano expresa la idea (realidad para el creyente)
de que todo resulta ligado (re-ligación) en definitiva, de que hay una profunda
unidad en la realidad que sustenta lo diverso y finito (el cristianismo es, en
efecto, dialéctico por todos los lados que se mire). Esto permite hablar, en el
plano ético, en términos universalistas, aunque se haga con todo el cuidado. Esta
unidad de lo real, metafísica, sustenta, creo, la unidad entre lo contemplativo
(vertical) y el compromiso (horizontal), por un lado, y sobre todo salva a la
TL de la acusación más seria que se le ha hecho, la de inmanentismo.
Por
mucho que el teólogo de la liberación mire a la historia, a sus componentes
sociales, políticos y económicos, hay un horizonte constante de trascendencia
que entre otras cosas ayuda a mirar bien la historia. La base de un modelo
ético, el del Jesús de los sinópticos, pero que es más que modelo ético (en
esto se basa la creencia), dota a la ética cristiana de una solidez y
permanencia especial, de una absolutez que no impide, sino que al contrario,
fomenta, el logro histórico de un mundo mejor y la realización de la persona
(este argumento es fácil leerlo a menudo en actuales apologías del cristianismo).
Además,
sin entrar en una descripción fenomenológica de la vivencia religiosa (cosa que
Tillich sí hizo brevemente en el libro que comentamos en posts anteriores), se
puede decir de un modo general que cuando hay religión por medio, hay una intensidad
en la praxis, una energía sobreabundante tanto para bien como para mal. Este
elemento religioso, tómese en el sentido que sea, puede dar por ejemplo al 15 M
el fuego que necesita. Si el 15 M se tornara religioso (y justo por ello
crítico con toda suerte de idolatría como lo es contra la idolatría del dinero)
ardería Troya. Creo que, contra la opinión de Hannah Arendt, el cristianismo es
evidente padre de revoluciones (otra cosa es que ella quiera entender por
revolución algo manso y contractual como dice que fue la revolución americana,
pero incluso en ella, hubo abundante religión y no digamos guerra), lo cual intuyo
que se puede fundamentar tanto teórica como históricamente (tal vez un día
hagamos el esfuerzo, pero mientras tanto en breve leeremos los sermones de Muntzer,
el reformista teólogo de la revolución campesina en el siglo XVI que radicalizó
a Lutero).
Porque
ser religioso (o más concretamente, si se quiere, cristiano) implica pensar y vivir a partir de la
combinación de una verticalidad que conecta con las entrañas del ser (que para
el cristiano desemboca en Dios) con la horizontalidad de la fraternidad social
y política (ambos elementos se encuentran con sobrecogedora intensidad en la
figura de Jesús, en su relato). Esto ha dado una fuerza, como digo, al
cristianismo para que incluso cuando ha llegado como religión de un imperio y
de conquistadores, haya calado en el oprimido, al que ha dado un sentido y la
esperanza de un mundo fraternal. A pesar de toda su ominosa historia, es
llamativo que haya algo en el cristianismo que hace que los más desfavorecidos
puedan sentir como suyo al Dios del que habla esta religión. Es algo que habría
que describir y estudiar detalladamente, con métodos tal vez empíricos, a nivel
antropológico y que yo pienso que es precisamente su elemento más universal (la
opción preferencial por los oprimidos).
En
definitiva, según Gutiérrez, la teología engloba elementos prácticos y
contemplativos, habiendo devenido con la modernidad, en consonancia con ésta,
en una disciplina antropocéntrica, sin que esto degenere necesariamente en una
horizontalidad de lo humano de corte inmanentista, como se le ha acusado. El
teólogo hoy mira a lo antropológico acaso más que en otros tiempos, pero en
ello halla claves relativas al ser y a Dios. En la razón teológica se da esta
dialéctica entre lo vertical y lo horizontal que se entrelazan y fortalecen.
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