La “Pedagogía” y la “formación” frente a la
“educación por competencias”.
Marcos Santos Gómez
En el libro Bildung. La formación, de
Rebekka Horlacher, publicado en 2015, su autora hace un excelente repaso de los
distintos sentidos que el concepto alemán Bildung ha ostentado no sólo
en la tradición pedagógica germánica desde la Ilustración, a fines del siglo
XVIII, sino de su recepción y “utilización” en el ámbito español contemporáneo.
Es una obra breve que recoge una serie de conferencias sobre el tema, pero que
apunta razones de peso y asume más o menos la defensa de una cierta tesis que
nos ayuda a comprender el discurso o teoría de las competencias en educación.
Desde hace tiempo he querido entender esta teoría, su naturaleza, sentido y
origen, analizando lo más beneficioso de ella y sopesando los argumentos en
contra. Siempre me he preguntado, y fue la primera formulación que me hice del
asunto hace unos años, por qué ha suscitado tan abundantes adscripciones, hasta el punto de que prácticamente ha copado hoy el discurso
de las ciencias de la educación. Un cambio epistemológico previo
muy significativo ya se había dado antes en los estudios sobre la educación,
consistente en el progresivo abandono de la llamada “teoría de la educación” y
su pariente “filosofía de la educación” (ambas muy cuestionadas como
disciplinas, según describe la autora, por su vinculación con concepciones
conservadoras y “academizantes”) sustituidas por las “ciencias de la
educación”. Es decir, antes de la incorporación del concepto de “competencia”,
ya había ocurrido una transformación en el estudio de la educación,
como si se hubiera saltado de la tradición alemana a una perspectiva más analítica (e incluso,
señala la autora, a una perspectiva “postmoderna”, pensando en el pragmatismo,
el comunitarismo o Rorty sobre todo).
Partimos, igual que Horlacher, de que los
conceptos como Bildung tienen su historia. Esto es ya una evidencia que parece provocarle a ella sus reticencias. Porque lo primero que resalta, apoyándose en la
oscilación que se ha dado en torno a su significado según quiénes y cuándo lo
utilizaban, es eso mismo, que es histórico, o sea, una construcción de unos
pensadores con intereses a veces prosaicos que incluyen motivos
tan extracientíficos como la necesidad de justificarse como “gremio”
particular.
Hay, en efecto, una historia de las ideas que lo
que viene a señalar es el movimiento intrínseco del pensamiento que siempre es
fuga y excentricidad, pero a partir de un concreto mundo de la vida, como si
aflorara desde un centro de gravedad de la vida; es decir, pensar implica
ejercer dos fuerzas simultáneas, centrífuga y centrípeta, que no deben perderse
la una de la otra, para evitar el vuelo de una razón desnuda de contenidos y
sin conexión con la realidad, por un lado, o un excesivo peso de la tradición,
que se comprende pero no se trasciende, por otro lado. Pensar,
si ha de tener algo que ver con la realidad, se hace desde la vinculación
estrechísima de quien piensa con lo que Ortega llamaba “circunstancia”, la que
uno debe salvar, decía, para salvarse él mismo, porque se engarza con su "yo" inextricablemente. Esto quiere indicar que somos
real y ultimísimamente mundo y tiempo, o sea, historicidad,
"algo" que acontece y que se re-estructura temporalmente. Esta
temporalidad arraiga muy honda, en el modo de ser que le es
propio al hombre. Somos en el tiempo verbal del gerundio, y no en el
participio, porque no estamos nunca terminados, sino en proceso. Por eso, el hombre tiñe con su temporalidad o historicidad todo lo que produce,
como las ideas. Lo que no quiere decir que no puedan darse formas cuasi
universales de razón o que las ideas no respondan en absoluto a la composición
de la realidad. Mas siempre ocurre que como algo previo a todo intento de
conocer y comprender el mundo, se da una cierta interpretación que elige los
problemas “relevantes” o detectables y ofrece el modo de resolverlos, las vías
para afrontar su resolución. A veces, esa suerte de fondo previo, más parecido
a arenas movedizas que a hormigón armado, determina una aproximación al mundo,
un modo de conocimiento o epistemología, como lo que realiza la lógica. El
mundo puede tener una cierta estructura lógica o matemática, desde luego, pero ese esqueleto de lo real, no es todo lo real, sino la parte que desde una
determinada configuración del mundo e incluso desde un modo de ser “elegimos” mirar.
No es extravagante ni ajeno a lo que suele
suceder con las ideas, por tanto, que en este ámbito tan complejo como son la
“cultura” y el “conocimiento” nos topemos con “desacuerdos” o neblinas, y que,
como señala acaso con cierto disgusto Horlacher y tal vez también los críticos de la Bildung
que van a defender la teoría de las competencias, no se pueda estar
absolutamente seguro del terreno que se pisa ni saber a ciencia cierta cómo nos
movemos en ese universo de imágenes e ideas que la educación tratará de encarnar en el educando. Un
universo que va mucho más allá de constituirse como meros “datos”. Así, el
estudio sistemático que intentó entender y regular la educación en el siglo XIX
ha participado de esta ambigüedad o relatividad de lo humano que, en los
niveles constitutivos del sujeto donde opera el acontecimiento que llamamos
“educación” es, digamos, blando, indefinido, no perfilado. No estamos en el
universo firme y estable de la lógica, al que nos referíamos antes, porque
hemos ascendido del “dato” a lo normativo y axiológico, a un mundo en el que
uno se encuentra, denuncia Horlacher, incluso teología. Más adelante, por
cierto, matizaré algo sobre este asunto de la teología en la Bildung
aunque recuerdo y anticipo que también hay una metafísica e incluso una
teología en torno a “datos” y “hechos” supuestamente objetivos, por mucho que
esto parezca absurdo a muchos (hace tiempo en este blog yo denominaba con algún
humor a esta teología positivista la teología del Dr. House).
Porque por debajo de los hechos que
estudia la ciencia (incluidas las ciencias de la educación, que es el
modo de referirse al término “pedagogía” por parte de la versión analítica y
anglosajona, que trata de eludir este término griego de la tradición alemana
cargado de dirigismo) ocurre un modo de mostrarse el ente (como concreción del
ser, siguiendo el enfoque de Heidegger) o sentido en que se da el ser, la
existencia de algo, de una persona, del mundo, de un paisaje, de la muerte, de
un chiste, de un cuadro de Van Gogh, de una sinfonía de Mahler, etc. Cierta
filosofía en pugna con la tradición analítica lo suele llamar “acontecimiento” o acontecer
del ser, o manera básica de mostrarse y de estar lo que hay. Un acontecimiento
es lo que es, sin ser cosa ni hecho, o anteriormente a su "conversión" en dato, que no se muestra por tanto al modo de dato. Un elocuente ejemplo del profesor Luis Sáez, que le he leído por
alguna red social, utiliza para expresarlo la muerte, que es más que los hechos
concretos que la constituyen (el ataúd, el entierro, el coche fúnebre, el
pariente lloroso, el o la viuda, los huérfanos, la corona de flores, la marcha
fúnebre, etc.). La muerte sería un acontecimiento, que engarza los hechos como
una bruma, que es más que la suma de todos ellos, y que está en cada uno sin
confundirse, sin embargo, con lo que se nos presenta a la mirada. Hay algo intangible pero vibrante, real, no al modo de la presencia que es
pura exposición, y que late como un corazón oculto en cada fenómeno. En la medida
que en cada uno se da una suerte de incendio helado, un pliegue de la nada y un
abismo, en la medida que cada cosa es tiniebla, subyace en ella un acontecer,
como si todo reposara sobre su carácter gratuito y floreciente.
Retornando a la educación, que tiene tanto de acontecer,
como señala el profesor Mèlich, es obvio que no puede abordarse con un único
método (¿qué metodología puede expresar o captar un acontecimiento?).
Demandará, en todo caso, distintos métodos que como perspectivas indaguen y
palpen su naturaleza de acontecer. En este sentido, la Bildung, cuyo
tratamiento o consideración como hecho o conjunto de hechos estamos
cuestionando, fue en el siglo XIX, relata Horlacher, una encarnación o
subjetivización de la tradición, teniendo nosotros ahora más claro que por
tradición no se trataría de mera acumulación de datos "culturales".
Eso sería una burda reducción de la misma, la que constituye la parodia del
pedante o del erudito que gana concursos televisivos de cultura general. Es más
serio. Estamos hablando de la compleja “materia” que somos realmente.
Horlacher denomina a ese mundo de lo humano de
donde emerge lo que llamamos “sujeto” la “cultura” (en el sentido del término
castellano que se refiere a la “cultura” de una persona culta, o
“conocimiento”), quizás ya objetivándolo un poco como punto de partida. En el
siglo XIX había un interés en que este universo compuesto de “inmaterial”
materia se encarnara para, señala ella, justificar el ascenso social, como si
el capital cultural comenzara a utilizarse por la naciente burguesía como
pasaporte para dicho ascenso, superando o compitiendo con otros capitales, que
diría Bourdieu, o con la tradición de sangre, incluso la ley, etc. Así, nos
presenta ella una idea de Bildung un tanto ornamental, como si fuera un
símbolo de estatus que la asemeja a su reducción a dato o cosa que en parte
también elabora Bourdieu para captarla con el aparato de la ciencia sociológica
(aunque él acaso discutiría ampliamente esta aseveración que acabo de realizar
sobre su proceder). Esto ya era de por sí positivo, dice nuestra autora, pues
podía contribuir a romper un mundo de clases sociales férreo, un mundo
estamental, el mundo del Antiguo Régimen. Pero mantiene su vaguedad. Creo que ella no ve
con buenos ojos esta vaguedad, el hecho de que el conocimiento remita a una
realidad difusa que tiene más de valorativo y normativo, de fines y modelos de
vida o sociales, que de razón objetiva y “hecho” o “dato”. Por eso, su tesis principal (que sin embargo apenas aparece en el libro y creo que lo hace de forma velada,
muy al final sobre todo) será que sólo un saber operativo de la educación como el competencial, que
remite a una actividad o modo de proceder observable, puede salvarnos de
dicha imprecisión, tan peligrosa por sus sesgos sociales e históricos
interesados, nos indica. Al menos así justifican su perspectiva los apologistas de las "competencias" en educación, refiere ella.
Bildung, acaba resaltando, es un término
cargado de ideología, pues tanto en su utilización como en su contenido se
hallan presentes, afirma, los intereses de una clase social (la
burguesía). Y en esto le damos la razón, como ya hemos ido mostrando. Toda
“formación” o teoría de la formación que invisibiliza su historicidad, es
decir, su relatividad y su necesidad de concretarse en un aquí y ahora,
degenera en una tendenciosa justificación de lo que hay. Básicamente, tiene
razón. Si por formación (que es como se suele traducir el término alemán
en España, señala) entendemos una regulación de los cuerpos, hábitos, una
construcción en definitiva del sujeto que se pretende absoluta y cierta sin
posibilidad de ser cuestionada, seguramente estemos educando en relación con
una concreta configuración de las relaciones sociales humanas y de la
estructuración del poder que no somos capaces de ver. De hecho, la formación, o
encarnación o interiorización de la imagen “universal” del “hombre”, la
modulación de una forma, que autores como Humbold propugnaban como objetivo de
la Bildung, era en realidad una regulación normativa de lo que debía ser
el “hombre”, un deber ser cargado y teñido por los intereses gremiales,
burgueses, de prestigio social, etc. Una propuesta normativa que era antes
valoración que hecho, dice nuestra autora, y en el fondo, teología encubierta,
pues se basaba en regular lo humano (definirlo) desde unos fines, como meta,
hacia lo que se establecía que tenía que moldearse cada sujeto educado. Había
en la formación una intención de dirigir al niño hacia un
modelo concreto de persona, pero silenciando y encubriendo el elemento
histórico y relativo de dicho modelo.
Esta intencionalidad y dirigismo del
proceso educativo es lo que ella considera una especie de criptoteología que
casaba con un modelo de sociedad cohesionado y conformado por la ideología
cristiana. Pero esta estructura finalista teológica no sólo se utilizó por
parte de la burguesía, sino por los nacionalismos que pretendían
fabricar una cierta “nacionalidad” o espíritu nacional en el sujeto, añade.
Siempre se trata de una esencia por construir y por tanto de una manipulación
de lo que entendemos y decidimos que sea lo “humano”. Y el problema es, para
ella, que no puede haber acuerdo unánime en torno a esta definición del ideal
humano y su concreción en el sujeto que se educa. Estaríamos refiriéndonos con
todo este proceso a una conducción pedagógica que trata de construir al sujeto
en función de unos fines e intereses, todo lo cual reposa, sin embargo, en el
acontecer de quienes necesitan hacerse, poéticamente, como modo propio de su
existencia. Pedagogía que trata de canalizar y dirigir eso básico
e impreciso al modo de un acontecimiento que llamamos educación.
Pero no todo han sido usos conservadores del
término Bildung, asociados al mantenimiento de un orden burgués y
teológico. En efecto, la idea de ordenar al sujeto, de dotarlo de un fondo
donde comprenderse y por tanto darle un sentido (el finalismo criptoteológico
que decíamos) es fundamental en la “formación”. Dar forma a un sujeto,
insistimos, toda idea de la educación como subjetivización, se
entiende de este modo. Mas, por otro lado, la incorporación del “conocimiento”
al sujeto puede ser crítica, puede obrar en él abriendo una cierta distancia,
un relativo trascender el propio mundo, una salvadora excentricidad (el momento
de distanciamiento centrífugo que decíamos que era uno de los dos momentos de
todo pensar o meditar el mundo). Se trata del poder crítico de la cultura, del
saber en el hombre culto, un saber teórico. Esta distancia, la de un ámbito que
no es del todo el de la actividad cotidiana, es justamente la garantía de que
ésta pueda ser analizada. Esto sugiere la posibilidad de una “teoría crítica”
(y no mera teorización elitista conservadora devenida ideología) como la
desarrollada por la Escuela de Fráncfort que influyó en la pedagogía del siglo
XX, constituyendo una suerte de hermenéutica crítica, dialéctica y hasta cierto
punto hegeliana, que desde la vida dañada y el peso de lo negativo aspiraba a
realizar las posibilidades de mejora de la propia vida, esgrimiendo un modelo
de terapia como reconciliación entre el deseo y la realidad que se inspiraba en
el psicoanálisis. Para esta perspectiva filosófica situada a la izquierda de la
tradición de la Bildung, el conocimiento no era tanto un lastre o peso
muerto, una mera teoría academicista, sino el modo en que el sujeto podía
aspirar a trascender en la medida de lo posible su circunstancia, lo que, en
definitiva, él mismo era. Por tanto, esta incorporación de la alta cultura en
el proceso de la formación o Bildung conducía a una transformación
social, desde una idea de las palabras y de las teorías como algo vivo que incide
en la realidad y la reconfigura, con poder para ello.
Uno de los tópicos principales de los
francfortianos de la llamada “primera generación” (Adorno, Horkheimer, Fromm,
etc.), era que el saber nunca es inocente, ni siquiera la ciencia. Hay
siempre, y en esto coinciden con la hermenéutica, una pre-comprensión que para
ellos es encarnación de las estructuras sociales y que nos arrastra a ver las
cosas de un modo determinado y a entendernos en función de unos intereses. Lo que somos como acontecer y la educación se modula y
expresa en los términos de un mundo de la vida que actúa como horizonte de la
comprensión y que, según los frankfurtianos y siguiendo el planteamiento
crítico de nuestra autora, emerge de un modo concreto de ser social. Así, ni
siquiera el positivismo más empirista resultaría inocente, pues portaría una visión del mundo, una manera de abordarlo teñida
por la ideología y, por tanto, vendría obediente a unos ciertos intereses
sociales y a un modo concreto de ser y sobre todo de configurarse en su
sociedad y en la historia. Todo resto conlleva una carga, todo lo que hace,
mira, inventa, piensa el hombre. Hay un todo al que siempre se vincula la parte
y que “va” con ella siempre. Esta es la “verdad” (social) presente en las
cosas.
Pero Horlacher parece abogar por una superación
de la pedagogía asociada a la Bildung, incluso entendiendo ésta como la
incorporación al sujeto de un conocimiento y una auto-comprensión críticos, en
una lectura izquierdista de la misma. Creo que, de manera velada, no parece satisfacerle tampoco esta
versión crítica de Bildung, que despacha, a mi juicio, sin dar muchas
explicaciones. Se limita a constatar implícitamente que pasó de moda, sin
haberse mostrado receptiva a sus argumentos o haber intentado, por lo menos,
discutirlos (en realidad muchos planteamientos de esta primera generación de la
Escuela de Fráncfort siguen planteándonos desafíos y creo que están en gran medida vigentes, por mucho que los maticemos). En la teoría educativa tenemos el ejemplo de
todo un movimiento conocido como la “Pedagogía
crítica” que se inspira en ellos, por ejemplo Giroux, asunto sobre el cual me hallo
trabajando por otra parte.
Su único argumento al respecto es que la
ambigüedad de lo que entendamos por Bildung permite un uso siempre
interesado de la misma, aunque dicho uso sea crítico, como el frankfurtiano. Parece que no le importa que movilice a la pedagogía un interés emancipatorio, frente a los intereses basados en la dominación presentes inercialmente en el mundo capitalista y que sí que nos pueden estar afectando a todos. Lo problemático empieza para ella cuando asumimos un cierto horizonte educativo y cuando nos regimos por una emancipación que es preferible, me parece que opina, no plantearse debido a la dificultad de estar de acuerdo sobre ella. Desde luego, éste es un asunto del que hay mucho que escribir y concretar (Habermas, etc.). Yo, personalmente, exploro e intuyo vías para responder en cada momento dónde arraigar lo emancipatorio (es lo que hace la educación liberadora de Paulo Freire, por ejemplo). Pero ella prefiere creer en la posibilidad de un conocimiento sin intereses ni vinculación con las dinámicas del mundo social. De hecho, resalta que no hay manera de ponerse de acuerdo acerca del sentido en que hay que entender
la Bildung y el conocimiento. No hay razones de peso para
que la formación se oriente en un sentido u otro, y debido a esa falta de solidez
argumentativa que empañan las concepciones de la vida, resulta ilegitimo
asumir una Bildung incluso en su faceta de revisión ilustrada o de teorización crítica.
Frente a ello, Horlacher parece retomar la
tradición de las ciencias naturales, en detrimento de las humanidades. Esta
división del conocimiento, en el modo de oposición entre ambas que hoy conocemos, se estableció muy tarde,
prácticamente en el siglo XX y buscando una
cierta rectificación positivista del sesgo elitista y conservador de las
humanidades. Una corrección que se inició con la incorporación de saberes
científicos y técnicos al bagaje cultural y de la enseñanza oficial durante el
periodo ilustrado del siglo XVIII. Bildung ha podido contener ambos
conjuntos de saberes, de hecho. Ha sido un movimiento de una cierta izquierda,
ciertamente, el que ha puesto el acento en lo científico y lo natural. Es el
caso de Dewey en Estados Unidos en la moderna pedagogía, que ha valorado la
experimentación y el método científico, no absolutizados, sino en su constante
quehacer y utilidad, en su condición de tanteo con la realidad, como si así se
desmitologizara una sociedad que se juzgaba lastrada por la tradición de un
humanismo inmovilista. Ellos pretendían que la educación se regulara científicamente y que el saber
representado por la ciencia, más por su método que por sus descubrimientos
acumulados, vertebrara y orientara la sociedad. Dewey llega a vincular la
democracia con esta ley de la experimentación constante y todos parten
del movimiento positivista y sistemático que ya comenzara, casi en época
todavía ilustrada, Herbart (aunque Dewey no es propiamente positivista, para ser exactos, sino pragmatista, como es bien sabido; y su proyecto para la pedagogía difiere de manera notoria del de Herbart, muy anterior). Una pedagogía regulativa, y en este sentido,
también normativa, aunque ahora las normas busquen su legitimación en la ciencia. Aquí tenemos también una pista acerca de la miseria del momento presente en parte de las ciencias de la educación: su implícita falacia naturalista, que basa la normatividad (ética) en los descubrimientos de la ciencia, como si la última palabra para orientar la vida moral la tuvieran ahora, por citar un gremio, los médicos.
Pero tampoco el giro hacia las ciencias
naturales dentro de la Bildung acaba de satisfacer a nuestra autora. De
hecho, su principal objetivo parece que es justificar el actual giro en las ciencias de la educación,
el cambio de paradigma que abandona la idea de formación por
la de una teoría educativa de las competencias. Insisto en que es una defensa, la suya, muy soterrada, que emprende veladamente, pero que se puede apreciar con alguna claridad sobre todo muy al final de su libro.
Presupone al final del libro, como decimos, para cumplir con este objetivo, la división
entre dos realidades asociadas con cualquier proceso y
estructura considerados “educación”, incluyendo los actuales sistemas
educativos. Estaría, por un lado, esa
parte en que se ha apoyado la Bildung, asociada a una “cultura general”,
o “conocimiento” que sería preciso encarnar en un sujeto, y por otro lado, las “competencias”, o saber operativo que
genera una actividad, que tratadas no tanto como lo hace la psicología (que
también ha adquirido el término), sino como habilidad o destrezas para efectuar tareas, se
librarían de la problemática carga valorativa y normativa siempre asociada a la
Bildung o en general a la discusión sobre los contenidos del
conocimiento. Una pedagogía que proponga la consecución de competencias en
el sujeto que aprende no se enfangaría en el pantanoso terreno de lo
axiológico, no devendría en ideología y así por fin perdería el discurso y la
teoría educativos su atávica y en el fondo interesada ambigüedad. Se trata
del saber de competencias, dice, de una pedagogía basada en promover y enseñar
algo incuestionable e impoluto, que suscita común acuerdo por su utilidad, por
la eficacia, por el éxito adaptativo, sin que se pretenda fundamentar en un
modo de vida o de ser. Según ella, así la pedagogía, tornada ciencias de la
educación, en la continuación del giro más empírico y menos humanístico, sería
práctica, eludiendo el sesgo academicista y escolar, de un conocimiento
escindido de la realidad donde el niño va a vivir.
Creo entender que toda discusión sobre el modo de
vida o de ser, todo intento de hacer conscientes la ontología de partida, las metafísicas imperantes y las "teologías" de fines y valoraciones, escaparían del
campo de esta actual y "superior" pedagogía, según ella, que ya no puede ser
pedagogía ni siquiera o sobre todo en el sentido etimológico de la conducción
del niño. No hay “conducción” ni por tanto la “nefasta” influencia o proyección
de un adulto sobre un niño, diciéndole cómo tiene que ser y faltando el respeto
a su libertad. Se disuelven las viejas autoridades, la del maestro y sobre todo
la de los modelos teleológicos procedentes de teologías encubiertas. El profesor es una suerte de maestro de taller o gestor técnico. También
las pedagogías rousseaunianas, como la que fundamenta la famosísima escuela no
directiva Summerhill, son cuestionadas por la teoría educativa de las
competencias, en la medida que no habría en su frenesí fabril, el que habita en la idea de competencia, concepto de hombre, de un
hombre modélico y abstracto. Quiere superar así la escisión que Rousseau
establecería, según ella, entre el hombre y la política.
Sin embargo, en relación con Rousseau, creo que
no es del todo exacto lo que explica, ya que la ficción rousseauniana del
hombre en un sentido previo, “natural”, anterior a la sociedad, es eso, una
simple ficción cuyo autor inventa porque le sirve para justificar su otro libro
sobre la sociedad, El contrato social, que en gran medida propugna, como
todos los contractualismos políticos, una racionalización de la sociedad. La
razón mediaría entre lo que somos en cuanto a posibilidades (quizás no tanto
“potencias”, aquí habrá que matizar en algún momento y sin duda Rousseau va a
ocupar futuras entradas en este blog) y lo que nos vemos forzados a ser por las
circunstancias, al modo en que para el estoico o el psicoanálisis
freudomarxista la razón puede manejar y re-componer la materia en una búsqueda
de la configuración social que resulte menos dañina, o que medie entre lo más
egoísta y pulsional, y el principio de realidad y los sacrificios que requiere
en el individuo.
Esta materia, donde el hombre se realiza, es la
cultura. Es ella la que le ayuda a comprenderse y manejarse. En este sentido,
es verdad que Rousseau ya anticipa una cierta noción de lo que se llamaría Bildung
en el ámbito alemán, o formación. Para Rousseau, la educación es, al estilo
estoico, una formación (de dar forma) del carácter, como voluntad consciente de
ser y de elegir el propio modo de vida a partir de lo que uno ya es. Esta
ficción imaginaria le sirve para destacar las zonas patológicas de nuestras
sociedades, patológicas porque dañan, porque tuercen y destruyen la vida, o
florecimiento del sujeto (para la medicina la salud también es un ideal nunca
realizado pero desde el cual se cura, dicen los médicos). El sujeto se hace
mediante un crecimiento regulado de la vida, mediante el en este sentido libre
(¡racionalmente regulado!) discurrir de la vida. Esto es, hasta cierto punto,
casi Summerhill y Erich Fromm.
Pero para Horlacher o, en general, para los defensores de la teoría pedagógica de las competencias la liberación consiste no
tanto en estos imposibles o más bien peligrosos trascenderes que la razón puede
obrar en el propio mundo, sino en renunciar a lo teórico y volcarse en lo
práctico-operativo, como si de un extremo teorizante pasáramos al más llano
practicismo. Estamos entonces en el polo de algo que tampoco garantiza ningún
cambio ni la impugnación de un mundo cuando éste hace daño (¡y en este daño, decía Adorno, está la clave del interés emancipatorio al que nos referíamos antes!). Puede que el daño
ni siquiera se nombre, ni se considere ni se incluya en las consideraciones
del educador (¡salvo cuando se interpreta como inadaptación al medio!). Y aquí está, a mi entender, el gran peligro de la teoría de las
competencias.
Puede que toda teorización de la educación,
incluida la teoría de las competencias, cargada también de razones y
preconcepciones en torno a fines y acarreando un mundo social que la sostiene,
si hacemos algo de caso al análisis de la ciencia que hace la Escuela de
Fráncfort, deba plantearse que siempre va a algún sitio. Si tomamos el
planteamiento frankfurtiano, podemos estudiar esto a fondo. Adorno, Horkheimer,
con ciertas limitaciones, con una visión teñida finalmente de pesimismo y
cierto tragicismo, intuyeron de manera asombrosa mucho de lo que hoy ocurre. Si
los seguimos, hay que destacar que no es cierto, como afirma Horlacher, que una
competencia adquirida se aplique a cualquier contexto, como algo neutro y
exento de pre-dirección. En realidad, ver y detectar un problema ya presupone
mucha teoría, y este es el ámbito para el que se propone y enseña su
determinada competencia, que siempre nace, de este modo, asociada al problema
en cuestión y al mundo que lo ha creado, donde éste encaja. Eliminar esta
discusión de la formación de maestros es peligrosísimo, por
mucho que haya que plantear la discusión y el diálogo en su apertura e
incertidumbres, en la problematicidad que siempre constituye la definición de
“verdades”. Esto es justo lo que trata de hacer Paulo Freire, lo cual no
equivale a imponer un modelo de vida, sino todo lo contrario. Será lo que
resulte de la puesta en común de las propias concepciones lo que vaya
perfilando el modo de vida de un grupo que, de este modo, lo impregna de una
racionalidad dialógica, postulando sus propios horizontes en permanente
reestructuración. Pues la clave, tanto en la normatividad como en la pedagogía, reside en la intersubjetividad, ese campo descubierto en gran medida por la filosofía del siglo XX y que ha constituido uno de sus tópicos.
Una tarea adaptativa o la destreza o
habilidad para la misma, no es una mera actividad desnuda de valoraciones que
pueda entenderse sin su contenido. Esta teoría pedagógica de las competencias presupone una reducción
formalista de la realidad, su traducción a entorno manipulable y el
estrechamiento del mundo a un mundo de cosas. Las competencias sirven, como
tareas, a una producción concreta de realidad, que determina de antemano la
dirección de la operatividad del sujeto y que lo rige sin que se sea consciente
de ello.
Al hacer, como al fabricar,
en el curso de una mera actividad que pretende una supervivencia
eficiente en un medio social o económico dados, afirmamos un mundo y negamos otros. Pero porque se están modificando
contenidos concretos hay que adquirir en el proceso educativo, más allá de lo
operativo, lo reflexivo capaz de “tratar” con dichos contenidos como tales,
incluyendo la carga axiológica que portan. De manera que es mejor que
recuperemos una teoría de la educación, o incluso unas ciencias de la
educación, que visualicen lo que inevitablemente tienen de pedagogía, es
decir, de conducción hacia un modo de vida y subjetivización, procesos
que se dan de manera imperceptible incluso cuando la educación se reduce a una
adquisición de competencias. Afirmamos, valoramos y construimos mundo
cuando hacemos cosas o tareas. No es real, creo, la escisión que Horlacher ha
establecido y de la que parte para destilar una acción educativa pura y
limpiamente observable, como sería el saber operacional de las competencias.
Pues no hay competencias si no nos sumergimos en un concreto mundo de la vida o mundo social y cultura. Por ejemplo, pescar atunes
puede no ser necesario ni siquiera entendido, como actividad, si un pueblo
hipotéticamente aislado vive lejos del mar. No hay “la pesca” en abstracto, si
la separamos de su medio y de sus motivos. Y de todo el inmenso saber acumulado
que existe sobre ella, sobre las especies de peces, sobre el mar y los ríos. No
se aprehende el mundo sólo actuando, sino también meditando, rumiándolo e
imaginándolo.
Para esto sirve la Bildung, como
conocimiento que ciertamente ha de revitalizarse y encarnarse críticamente en
el sujeto, movilizando su razón; conocimiento cuya realidad concreta es lo que
llamamos sujeto. Estudiar la educación es visibilizar o iluminar este proceso
desde un punto de vista amplio, con libertad metodológica y sin restricciones
epistemológicas. Y esta revitalización del ingente bagaje humano y de la cultura
que llamamos formación es lo que promovería una pedagogía, o arte de mediar
entre el conocimiento y el sujeto, que instaría a la subjetivización lúcidamente
consciente, en la medida de lo posible. Yo he estudiado y denunciado los
peligros de la escisión teorizante del conocimiento y en esto doy la razón a la
autora del libro que hemos comentado; pero ahora, tristemente, adivino los
peligros que vienen desde la otra cara de la misma moneda. De las competencias,
por lo menos tal como las entiende, defiende y presenta, se ha eliminado
precisamente la posibilidad de cuestionar a quién se sirve o por lo menos de
verlo. Se trataría, entonces, de que junto con el conocimiento y su distancia,
pueda darse la lucidez que consiste en iluminar, siempre precaria y
parcialmente, el camino por dónde vamos. Entonces, sí detectaremos de verdad la
teología semioculta, acaso sus restos, que portamos, en una lectura del mundo y de
la tradición que lo explora para pronunciarlo y, en expresión de Paulo Freire,
para re-danzarlo, re-crearlo, desarrollando una actividad que no sea
mera producción o asunción adaptativa de lo dado, sino poesía, diálogo y
creación de realidad.
Libro de referencia: Horlacher, R. (2015). Bildung.
La formación. Barcelona: Octaedro.