El
Plan Bolonia
Marcos Santos Gómez
Acabo de leer El Plan Bolonia, de Carlos Fernández
Liria y Clara Serrano García, lectura que me ha satisfecho sobremanera por su
claridad y por la elocuencia con que se apuntan las cuestiones que llevo años
incubando en mi pensamiento en torno a la vorágine que vivimos en la
universidad española. Como los autores, pienso que estamos en un momento más
que delicado y peligroso en la evolución de esta longeva institución que
llamamos “universidad”, que se encuentra no ya en medio de una reformita
parcial de aspectos secundarios, sino en una contundente transformación de su
esencia que podría tildarse de desaparición de la universidad que veníamos
conociendo desde su fundación en el medievo.
Hay que recordar que la
universidad consagra un elemento que me parece fundamental en el desarrollo de
la ciencia y el pensamiento desde antes de la Edad Media, diría que desde los
inicios de la razón helénica, de la filosofía y la reflexión acerca de lo que
le constituye a uno y por tanto acerca de la propia civilización. Esta
reflexión ha requerido dos cosas sencillas: ocio y desinterés, o mejor dicho,
un único interés que se ha perseguido con afán religioso: el de la verdad
porque sí, su búsqueda e indagación por amor al arte. La universidad ofreció en
el Medievo el marco institucional para que se pudiera dar la investigación, o
sea, el contexto posible para una vida dedicada al conocimiento, que
proporcionara el “aburrimiento” necesario para que se pensaran las cosas no
una, sino mil veces, o millones. Sin esto, y lo prueba la historia, no
habríamos descubierto nada, aunque los descubrimiento tecnológicos que han
transformado nuestra vida han venido como efecto secundario de esa
investigación básica y primaria que un joven físico teórico debía defender, en
cierto documental excelente sobre los avances en la Física actual, como
requisito necesario para ofrecer en un segundo momento que no debe condicionar
al primero, los descubrimientos útiles y lucrativos que busca la sociedad o las
empresas desde un punto de vista más práctico.
En el siglo XVIII creo
que se da la segunda gran revolución académica que introduce las ciencias en el
conocimiento más elevado y que, de la mano de Humboldt y la Bildung alemana, aúna
docencia e investigación como un todo en el profesor, y además desarrolla un
variado plan de estudios, el de los Gymnasios alemanes, que no renuncia a la
formación clásica que hoy llamamos humanística o de letras, ni tampoco al ejercicio físico ni por supuesto
a la ciencia más avanzada, al concienzudo estudio de la Física o las
matemáticas, por ejemplo.
Yo, de un modo quizás
no bien expresado, relacioné toda esta ingente labor que llamamos conocimiento
con los requisitos de una religión (aquí), de una religión del saber, que
imita, en la figura del profesor e investigador, en su habitus, al viejo anacoreta o ermitaño. Se trata de la entrega
desinteresada y apasionante a lo que uno quiere saber por encima de todo, con
ascetismo, en la pobreza y riqueza que Platón asociara por boca de Socrates con
el amor (a la sabiduría). Es lo que la universidad medieval institucionalizó,
ofreciendo el marco social posible para ello, al modo de los monasterios y como
institución eclesiástica que fue, salvo pocas excepciones, en sus primeros
momentos y prácticamente hasta el siglo XVIII. Así, la pedagogía universitaria
consistía sobre todo en la transmisión del amor por un conocimiento que, en
primer lugar y sobre todo, era cultivado y amado, hasta el punto de esculpir su
propia alma con el mismo, por el profesor. Es este fuego el que después en el
aula ardía, propiciado también, por supuesto, por unos alumnos que habían
hecho, pues podían y estaban en el lugar para ello, también sus “votos”. Bien
es cierto que en este modelo universitario, en el que sobre todo se conoce más
allá de fines prácticos pero que ha propiciado la técnica y los grandes
descubrimientos que hoy hacen más cómoda nuestra vida, podía haber, hasta hace
apenas diez años, y sigue habiendo, profesores sin amor por la docencia que o
por ello, o por puro desconocimiento hondo de la materia que enseñan,
fracasaban en sus clases. Pero nunca podía darse un buen pedagogo o didacta que
no fuera profundo conocedor y amante de lo que enseñaba. Es decir, era una
universidad en la que se requería una cierta dignidad del profesor y su
libertad, por encima de todo, para enfocar la enseñanza y que incluso nuestra
Constitución Española reconoce bajo la figura de la libertad de cátedra. El
espacio universitario era el marco adecuado que, impermeable a lo más práctico,
podía propiciar el avance científico, solamente dado cuando existe esta
entrega, en el silencio y el ocio productivo.
Esto, en nuestros
tiempos, ha sido posible por haberse enmarcado la universidad en el Estado de
Bienestar y por la creación, desde tiempos ilustrados, del profesor vitalicio y
funcionario (lo que garantiza su libertad por no depender de contrataciones). Pero,
en el contexto de ataque a este modelo económico desde posturas neoliberales, en
lo que se ha denominado de auténtica revolución de los ricos contra los pobres,
ya no tiene cabida algo financiado por dinero público que subsista como si
flotara inmune al mercado. En el mundo en el que todo lo decide el mercado,
había que reconvertir la vieja universidad pública, lo cual además ofrece un
suculento negocio que consiste no tanto en privatizar por completo la misma,
como se ha creído, sino en convertirla en mina de dinero público que puede
fluir a la empresa privada, que con su participación en la universidad obtiene
mano de obra semiesclava e ingentes beneficios, haciéndose con los resultados
de las investigaciones, decidiendo su curso y objeto, y además teniendo para sí
una sumisa mano de obra de profesores reconvertidos en flexibles empleados (ya
no caducos y “vagos” funcionarios) dispuestos a ser despedidos o a no
promocionar si sus investigaciones no obtienen fondos privados o pasan las
evaluaciones del organismo que en España se ha elevado como cómplice de toda
esta revolución mercantilista: la ANECA. Ésta, en función de variables
asociadas al mercado, como la evolución laboral de los egresados o la
utilización de los resultados de investigaciones por empresas privadas, valora,
en definitiva, si una titulación y, a la larga, incluso una Facultad puede
tener sentido (o por supuesto la carrera individual de un investigador).
El concepto de estudiante
también cambia profundamente. Ya no es el antiguo modelo que disfrutando de un
cierto ocio podía conocer durante un tiempo de su vida las virtudes de una vida
entregada al conocimiento, a leer, a cultivar libremente idiomas o música, a
pintar, a solazarse, a desarrollar una intensa y alegre vida social, amparado
por un nicho social institucional que inmune e impermeable al mercado se regía
sola y exclusivamente por el conocimiento en sí, sino quien cultiva
competencias cuya adquisición habrá de probar no tanto con sus títulos, sino
con una atareada y complicada trayectoria a lo largo de estudios cada vez más “prácticos”.
No va a tener tiempo ni posibilidades de profundizar en una disciplina para
acabar sabiendo más incluso de lo que le hará falta para trabajar, lo que era
reflejado por las viejas licenciaturas y títulos, sino que habrá de pasar por
una serie de cursos técnicos y superficiales, acostumbrándose al cambio
constante y a aprender sólo para satisfacer los requerimientos de las empresas
que lo van a contratar.
Con todo esto, estamos
ante algo más que una reforma. Se trata, es obvio, de un cambio sustantivo que
atañe a los más hondos cimientos de la noble y vieja institución que se dio en
llamar “Templo del saber”. Me duele, como pedagogo, que en todo esto se haya
utilizado a la pedagogía que siempre ávida de hacerse un hueco entre las más
antiguas disciplinas, confundiendo el enseñar con un aprender a aprender vacío
de contenidos y que no se relaciona con esa profundización en la propia materia
que a mi juicio es la que de verdad enseña a enseñar al profesor. Se ha ido
desdibujando el papel del enseñante, del docente, en un cómplice acto de
privación de su dignidad, su potencial y libertad para decidir y tirar del
alumno hacia el interior del complejo mundo de una materia o disciplina,
pretendiéndose con una falsa idea de progresismo, lo que ha convertido el saber
en mera adquisición de “competencias”. Así, cierta pedagogía y ciertos
pedagogos están actuando de ideólogos y cómplices, con la excusa de una calidad
determinada por el mercado (el mismo mercado que mata de hambre y falta de
medicinas a dos tercios de la humanidad), de esta destrucción de la
universidad. Esto me duele y siento tener que escribir de ello, pero lo grave y
perentorio del momento nos obliga.
Escrito
después de la lectura de:
Fernández
Liria, C. y Serrano, Cl. (2009). El Plan
Bolonia. Madrid: Catarata.