Teoría,
verdad y educación: actualidad de la Pedagogía socrática y platónica.
Marcos Santos Gómez
Explicar por qué hay que estudiar a los griegos
antiguos para comprender el presente de la escuela tiene su dificultad; aun más, explicarlo
a futuros educadores en una de las numerosas facultades de Educación (o de
Ciencias de la Educación) que en España han asumido un sesgo técnico en
detrimento del enfoque teórico propio
de la universidad anterior al Plan Bolonia. Pero es precisamente la reflexión
en torno a este camino intelectual escogido masivamente por los planes de estudio
y guías docentes en los Grados en educación el que puede aclararse en sus
consecuencias y alcance acudiendo a los griegos. Porque resulta
imprescindible remontarse al origen de la educación en occidente, tal como hoy
la conocemos, para hallar su nervio actual más profundo. Un origen que, tanto
histórica como teóricamente, nos sigue determinando, pues seguimos dentro de
los márgenes de Grecia que dispusieron lo que hoy somos.
En particular, lo que nos caracteriza hoy en su
aparente novedad es el rechazo de lo teórico y su suplantación por lo técnico
en la investigación y la docencia. Pero esto es, aunque muchos no lo sepan,
viejo como occidente, y ya ocurrió en Atenas, la Atenas de Pericles, los
sofistas, Sócrates y, metidos ya en el siglo IV a. C., Platón. La pura
posibilidad del dilema entre lo práctico-técnico y lo teórico es ya algo que se
fraguó entonces en la discusión de Sócrates y Platón con la sofística, y ya se
dieron respuestas e inquietudes parecidas a las que hoy podemos formular.
Lo esencial de lo que pasó (y nos pasa todavía) es
descrito por Jaeger en su monumental obra clásica Paideia. Recordemos que la tesis principal de este ingente trabajo
del conocido helenista es que la necesidad de educar de un modo consciente y ya
no relegado al mero aprendizaje espontáneo y vivencial de la tradición, del
puro impregnarse de ella, emerge al mismo tiempo que en la cultura se obra la
racionalización que la escinde de lo natural, que la desnaturaliza, obligando a
una relación distanciada y consciente con la misma. Lo hemos ya escrito y
publicado en numerosas ocasiones. A partir del momento en que el saber no es lo
que se da por cierto en los poemas, o sea, que no es lo que los poetas (primeros
educadores de Grecia) transmitían seductora pero irracionalmente, emerge un “todo”
que se empieza a mirar como un algo aparte, como un conjunto definido y
separado del individuo, compuesto por los “nuevos” saberes que es preciso
estudiar y no solamente interiorizar de manera inconsciente. Se ha superado,
por tanto, el modo espontáneo y entreverado en la propia vida y placeres, de
insertarse el individuo en su universo cultural o tradición, como por encanto,
míticamente, atraído por el canto de las sirenas.
Como excelente compendio de esta perspectiva que ya
había intuido a partir de la lectura de la obra de Jaeger, acabo de enfrascarme
gratamente en un capítulo magistral de un libro colectivo y antiguo, un clásico
del pensamiento pedagógico del siglo XX, y que ha reeditado la editorial FCE.
Se trata de:
Château,
J. (2013). Los grandes pedagogos.
México: FCE (primera edición francesa 1956).
De manera sintética y genial, el autor de este
capítulo (hay otro dedicado a Juan Luis Vives de García Hoz, por cierto) ha expuesto
perfectamente la idea básica que a lo largo de mis recientes artículos y
entradas en el blog de hace ahora justo un año, había querido mostrar. Parte
del siglo V a. C., ¿cómo no?, porque en él ya ocurre algo fundamental, por lo
menos en Atenas pero vinculado a lo que un siglo antes Jonia ya había
desarrollado en torno a la Phisis o
mundo natural.
Tras la desnaturalización de los saberes, con la
distancia que con la razón (logos) el
filósofo había creado ante los mitos y la tradición, se habían dado dos
procesos. Uno consistente en la necesidad, ante el desarrollo de las técnicas
de las distintas artes y oficios, de enseñar y aprender todo un caudal de
conocimientos relacionados con el saber-hacer, es decir, de tipo práctico,
relacionado con las técnicas empleadas por los artesanos. Lo que hoy
denominaríamos una formación técnica sistemática y polivalente. Y otro
fenómeno, que nos interesa mucho, fue la creación de la teoría, como hoy
también la poseemos. Lo teórico era algo que aunque nacido históricamente después
de lo técnico, sin embargo fundamentaba y dotaba a lo técnico (como un primer
paso para la epistemología) a través de la reflexión en torno a la verdad y
universalidad o particularidad residentes en el conocimiento. Era la búsqueda
(y desde entonces educarse e investigar es precisamente buscar) de algo firme, de una relación de aquello que se sabe con
la realidad en su íntima esencia y eternidad, por encima de los mitos y la
tradición y fundamentando todo el edificio del conocimiento. La presunción de
una verdad desnuda y formal que dotara a los contenidos de un carácter
universal y objetivo. Un invento griego que por muy arriesgado que nos parezca es
el que propició la aparición, siglos después, de la ciencia. Se colocaron con
esto los cimientos para que una idea de lo verdadero, de la verdad desnuda e
incluso a priori, de los conceptos, artes e ideas, fundara la posibilidad de
explorar y explicar el mundo de un modo ajeno a los intereses que no fueran la
mera certeza, la seguridad epistemológica mucho más poderosa que las certezas
impuras y relativas que nos ha transmitido la tradición.
Así,
en Grecia, la TEORÍA tiene nada menos que el cometido de hallar lo cierto y lo
falso en todo lo que se nos presenta, incluida la tradición y los saberes. Hemos de recordar que esto, es decir, la capacidad
de la teoría o del pensamiento distanciado para dotar a lo bueno, al bien, o
sea, a los valores, con la categoría de lo verdadero y por tanto con su
universalidad, se aplicó al análisis de la tradición y del comportamiento
racional (ética). La discusión (teórica)
en torno a lo universal o relativo del currículo que enseñaban los sofistas, se
fue aplicando al campo de la ética.
Vayamos por partes. En primer lugar la sofística
tuvo dos modos generales de darse. Uno, casi ya lo hemos formulado, fue el
punto de vista de los saberes estrictamente técnicos, el de los ingenieros y
artesanos, saberes que en la universidad medieval apuntarían al Quadrivium y que desarrolló Hipias entre
los sofistas. La idea de una formación práctica basada en lo útil y en el
operar dentro de las cosas naturales. Así, un sofista sería un profesor, o sea,
cobraba a alumnos que pagaban por sus clases, que enseñaba un compendio de
saberes prácticos, relacionados muchos con oficios, como una especie de
enciclopedia del conocimiento acumulado por los artesanos, un conocimiento útil
y apto para sobrevivir con tino en el mundo. En esta primera acepción, no existía
ni valoraba la teoría y por tanto lo que hoy denominaríamos “currículo” era
detentado por saberes prácticos.
Hubo otra forma de sofística que se situó en el
lenguaje como paradigma y en la figura del abogado, o sea, del saber propio de
los abogados que estos ponían en marcha en su actividad pública. Esto fue
además lo que compuso, por cierto, en la universidad medieval el Trivium o artes relacionadas con el
lenguaje y la persuasión. Se consideraba que el conocimiento residía en el
habla y los textos que podían ser hábilmente empleados para aquello que
fundamentalmente era el fin, creían, del lenguaje, que consistía en conducir a
los demás hacia los propios fines. También, como en el modelo técnico, se
pretendía el éxito en la sociedad, una vez comprendidos y asumidos sus valores.
Aquí aparece algo que hoy tiene mucho sentido en la Pedagogía: los valores. Un valor sería lo
considerado bueno, lo que hay que hacer propio, y en función de ello, moverse
estratégicamente para acomodarse en la sociedad. Respecto a la tradición esto
implicaba una utilización de la misma que no iba más allá de su supeditación al
éxito social, es decir, no se formulaba la pregunta sobre el grado de verdad de
lo bueno, de los valores que se asumían como fines. Esto quiere decir que
tampoco se integraba en esta enseñanza una teoría que fuera capaz de “mirar” o buscar
con pretensión de certeza, lo verdadero. No se pretendía la verdad de los
valores de la tradición que eran incluidos en la enseñanza de un modo
irreflexivo. Los valores eran los fines asumidos de hecho para orientar las
estrategias retóricas enseñadas en una relación comercial al alumno que pagaba
(y mucho) por ello.
En ambas versiones, señala el capítulo que estamos
parafraseando, no podemos establecer un cabal conocimiento científico. No se da
siquiera la pregunta por la verdad, o sea, por el valor universal, por el rango
que, extraído de las matemáticas, hacía a un saber o a un bien, verdadero a
priori y en toda nación o circunstancia. En la medida que hoy la ciencia
pretende “hablar” de este modo acerca del mundo, tiene que partir de esta idea
de verdad en un sentido formal, matemático y universal. Algo opuesto por
completo al relativismo de Protágoras que Platón expone en el diálogo con su
nombre y que se nos antoja un texto fundamental para entender la educación. Un
relativismo el del sofista en torno a la ética y a la ley. Según este enfoque
la virtud no podría enseñarse porque, sencillamente, no existe. No existe la
virtud como verdad a la que apuntar con la conducta. “La educación ética, tal
como la concibe Protágoras, descubre así su fragilidad y su indigencia crítica.
¿Cómo restaurar la moralidad, instruir a los individuos en la virtud, guiar la
conciencia colectiva, sin un efectivo conocimiento de los valores y de los
fines? El relativismo de Protágoras no conoce otros valores que los que emanan
de la opinión, expresada en la ley de cada ciudad; no dispone de ningún
principio que permita juzgar la opinión, verdadera o falsa; (…) si la moralidad
no descansa en un saber, carece de fundamento sólido; y la acción educadora,
cuando no está dirigida por otros principios que la distinción puramente
pragmática de lo normal y de lo patológico, cae fatalmente en el oportunismo”
(2013, p. 21).
La consecuencia para la educación y la pedagogía es
clara. No puede haber una educación en lo universal y lo máximo que puede
regirla es aquello que una sociedad establece como lo bueno y en función de lo
cual regirse tácticamente para vivir bien en ella. Se ha eliminado la teoría de la educación y se ha optado por una
técnica de la educación que prima el saber hacer como básico recurso que el
hombre educado debe adquirir. Un saber hacer que en el lenguaje actual
llamamos “competencias”. Las competencias, como todo lo que se reduce a su
aspecto técnico, implican o enseñan un actuar eficiente, pero ciego, sin la
distancia y el desinterés con que la teoría “miran” a lo que uno mismo o los
demás hacen.
Pero la conducta de un sujeto puede ser movida por lo
que para Platón, en cambio, son ya valores, valores que encierran un bien que
atrae y que, sobre todo, es verdadero. Hay una razón no meramente estratégica
en lo que mueve al sujeto y esa razón se basa en que el fin buscado es
verdadero, corresponde con una verdad.
Dicho de otro modo, hay razones universales para determinados comportamientos,
que así pueden fundarse con firmeza. “En esta determinación de la voluntad por
el conocimiento descansa la posibilidad de la educación ética; la acción recta
procederá infaliblemente, en efecto, de un juicio lúcido. Ahora bien,
cualesquiera que sean las incertidumbres de la conciencia colectiva, las
variaciones de la opinión, la subjetividad de las preferencias individuales, es
posible llevar al sujeto consciente hasta reconocer que existe un ideal que se
impone incondicionalmente a la reflexión, a la voluntad razonable, que hay
valores independientes de la prevención individual o social, de los prejuicios
o del egoísmo, y que responden a la más profunda aspiración del ser que piensa”
(2013, p. 22).
Fue Sócrates quien apoyándose en esta cierta fe en
la posibilidad de “verdad” y de una absoluta certeza del Bien, quien desarrolló
otro tipo de pedagogía que ya no era aprendizaje de saberes técnicos o
prácticos o retóricos y que además podía implicar la crítica a la tradición. Se
ponía el cimiento para lo que hoy denominaríamos “espíritu crítico”. Esto,
metodológicamente suponía que “aprender” o formarse no era tanto una
incorporación, al modo de una suma, de un “currículo”, sino el penoso,
esforzado y constante cuestionamiento y puesta a prueba de lo aprendido
espontáneamente al absorber la tradición. La postulación de una verdad o
universalidad posible de alcanzar en los valores, como una consistencia o rango
ontológicos inscrito en ellos, era el motor para los diálogos socráticos que
consistían en el hallazgo de este tesoro oculto que había que desvelar por vías
antes negativas que afirmativas. Si emergía lo afirmativo, o sea, lo que era
verdad en medio del desecho de las no verdades, sucedía como en un parto
(mayéutica). Esto implicaba un modo socrático de concebir lo universal como
algo inscrito en el hombre y posible de reconocer (reminiscencia) aunque
generalmente se vive sin dicho reconocimiento, como en letargo. El bien sería
este tesoro que rige la conducta y funda la ética, a diferencia de los
sofistas, pero cuyo conocimiento en sí es el fin más elevado de la propia
ciencia. En el proceso dialéctico de la paideia
socrática hay, pues, al mismo tiempo el sentimiento de una carencia y el
sentimiento de que es posible adquirir la certeza sobre algo o, en términos de
la ética, sobre el bien. “La educación moral halla en la reflexión acerca de
las condiciones de la objetividad, en la exigencia de la autonomía espiritual,
su fundamento genuino; la virtud puede ser enseñada, porque se reduce a una
ciencia; la moralidad descansa en un conocimiento objetivo de los valores”
(2013, p. 28).
Es este concepto por el que lo teórico es lo
universal, lo que capta la verdad en que lo técnico o la costumbre pueden o no
apoyarse, el que puede ser llamado, desde entonces, “ciencia”. Pero,
subrayemos, la ciencia se ubica en la hoy tan denostada por muchos pedagogos,
“teoría”. “Teoría” es la capacidad de
observar distanciadamente lo real, mediante la escrupulosa eliminación de
cualquier otro interés que no sea el del saber en sí mismo. Como de manera
concisa pero excelente se expone en el libro de Carlos Fernández Liria aludido
días atrás, suprimir la teoría implica
la condena a ceder de manera ciega a cualquier otro interés que se sobrepone a
la verdad. Desde un punto de vista técnico incluso puede llevar a
perdernos, pues lo técnico no halla verdades ni mentiras, solo acepta sin
cuestionarlo el mundo, la tradición y los valores que hemos heredado o que
imperan en la sociedad o que desde instancias jurídicas o políticas se imponen.
Y la teoría es el conocimiento que postula y busca una verdad que corresponde
de un modo cierto con el mundo, como un íntimo nervio, que puede presentarse de
maneras engañosas, inciertas, esquivas pero que siempre reside como una última
posibilidad de certeza universal. Desde el punto de vista del científico y la
ciencia, esto quiere decir que la TEORÍA
es el imperio del saber buscado por el mero afán de saber, en pos de lo
verdadero como algo en sí valioso que no se supedita a nada para valer, en la
denodada y desinteresada investigación que busca la verdad. El teórico lo es porque se ha elevado sobre
lo útil, lo técnico, lo comercial, lo tradicional e incluso sobre los propios
mitos. Esto fue el hallazgo griego que, como decía más arriba, nos ha
hecho, aun hoy, ser como somos y cuyo estudio es necesario para comprender, por
tanto, nuestro más inmediato tiempo presente.
Así la metodología socrática presuponía una teoría
que a su vez es lo que hoy posibilita que haya ciencia. Si apelamos a la
Historia de la Ciencia, comprobamos fácilmente que lo que ha movido su
progreso, el alma de los grandes científicos, ha sido este amor puro por el
saber en sí. Fue lo que Platón, en diálogos posteriores a los denominados
“socráticos”, pensó sistemáticamente y a fondo, es decir, cómo había que ser y cómo
hacerse (educarse) para esa búsqueda incondicional y desinteresada de la
verdad. Como señala Moreau, autor del capítulo dedicado a Platón, este fue el
primer filósofo de la educación, de la
educación como aquel proceso que nos sitúa en la posibilidad de responder a la
verdad y buscarla, lo que quiere decir, de emprender un camino teórico para
hallar el íntimo nervio del mundo, lo que lo sostiene, lo que no cambia y
siendo universal es, también, válido a priori.
La verdad, expondrá el Platón maduro, ostenta un
esplendor en sí misma capaz de enamorar y hacer del proceso, como hoy señala
Recalcati en su controvertido libro, algo eróticamente incentivado, en la
medida en que es esa verdad o su posibilidad y búsqueda lo que dinamiza el
proceso educativo en la escuela al modo de la atracción amorosa.
Por último, es necesario puntualizar algo
controvertido en relación con la filosofía de la educación platónica, Platón
reconoce que no todo el mundo puede alcanzar la verdad por estos medios
trabajosos que sitúan a quienes buscan en el abismo de la duda respecto a lo
previamente asumido. La filosofía no es para todos. Pero como la verdad es el
presupuesto imprescindible para actuar bien, en la medida en que la verdad en
sí atrae, resulta necesario crear una cierta propensión por ella previa a la
razón. Utilizar a la poesía y sus artes seductoras en contra de la propia
poesía. En esto consiste el proyecto de La
República, una educación que favorezca la presencia de la verdad en el carácter
y por tanto prepare para buscarla o ser receptivos a la misma, aunque estemos
hablando de una educación que no es al modo racional que pretendía Sócrates con
sus interlocutores. La verdad, y en esto consiste el proyecto pedagógico y
filosófico del mencionado libro, ha de reinar en la sociedad, bien sea mediante
la educación racional de quienes pueden (los filósofos) o la educación del
carácter de quienes no pueden entregarse a la búsqueda racional de la misma, a
su hallazgo a través de la dialéctica y el pensamiento. “Esta forma de
educación es la única que conviene a los más y al mantenimiento de la moral
pública; se impone necesariamente respecto de la infancia, cuando el sujeto que
ha de ser dirigido no posee aún el uso pleno de la razón. Pero si no conduce a
la autonomía moral, por lo menos no obstruye el acceso a ella; la opinión que
inculca no es un prejuicio del que será preciso librarse; coincide con lo
verdadero; el que la haya acogido dócilmente, si llega un día a reconocer en
ella la razón, ratificará las enseñanzas recibidas cuando niño; descubriendo en
ellas, por la reflexión, los valores ideales, recuperará, por decirlo así,
viejos conocimientos; reconocerá en su verdad unas nociones que le eran
familiares desde hace tiempo (…)” (2013, p. 30).
Es un adelanto de lo que también Rousseau proyectará
en Emilio, la creación de un carácter
proclive y sensible a la verdad que en el momento de la razón, responderá con
gusto a su búsqueda racional y a su disposición en el mundo social. No en vano,
el ginebrino menciona como el mayor libro de educación de todos los tiempos a La República. Se trata de una educación
que motivada y regida escrupulosamente por lo verdadero (y lo bueno verdadero,
o sea, la verdad presente en los valores que como fines han de orientar la
conducta del educando), no llega a realizar todavía la autonomía moral,
careciendo de racionalidad en cuanto que no es descubierto o elegido por el
educando en un proceso reflexivo como eran los diálogos socráticos. Pero aun de
un modo previo, actúa despertando el sentimiento y la atracción por lo
verdaderamente bueno. Una vez el niño esté en condiciones de razonar y pensar
su vida, descubrirá como universalmente bueno aquello en que fue educado. Su
vida, antes y después de su autonomía moral, habrá respondido al esplendor de
la verdad, porque la verdad es bella y de por sí atrae y produce admiración.
No creo que haga mucha falta subrayar cómo toda esta
presentación de la educación en Grecia, sofística o socrático-platónica, nos
aclaran circunstancias actuales. Lo hemos subrayado a menudo y seguiremos con
ello, pero señalemos ahora, para terminar, el vínculo con una idea sofística de
la educación que subyace en la actualísima pedagogía de competencias e incluso
en el Aprendizaje Basado en Proyectos, en cuanto estos asumen las valoraciones
de hecho existentes en la sociedad, sin ponerlas en cuestión. Se trataría de un
modelo técnico tanto de la escuela y la universidad como de la formación de los
futuros maestros. La erradicación de la teoría de los estudios, amparada bien
es cierto en el mal hacer de la enseñanza académica del pasado, se nos presenta
como algo muy peligroso pues, como ocurría con los sofistas, se elimina la
posibilidad y el ejercicio de un distanciado análisis de lo que nuestra cultura
y sociedad nos presentan como bueno. En realidad lo bueno es lo útil, lo que
sirve para el mundo laboral, y es esta misma conexión la que si eliminamos un
enfoque teórico como el de Sócrates, la que estamos dejando de poder
cuestionar. Hace falta un claro enfoque teórico, sólido, con fe en su propia
labor, para que de nuevo el magisterio, las facultades de Educación o de
Ciencias de la Educación cumplan aquello que la Ilustración, con sus más y sus
menos, designara a la Universidad. Hay que superar la concepción de la
formación de maestros como algo regido por lo técnico y por tanto reducido a
las didácticas, así como retomar para la Pedagogía una tarea más allá de la
consistente en pensar y crear metodologías de enseñanza (en una confusión con
la didáctica) o la que se ciñe solamente a describir lo dado, recuperando su carácter teórico, es
decir, crítico y socrático.
Bibliografía:
Château,
J. (2013). Los grandes pedagogos.
México: FCE (primera edición francesa
1956).
Fernández
Liria, C. et al. (2017). Escuela o
barbarie. Entre el neoliberalismo salvaje y el delirio de la izquierda.
Madrid: Akal.