Caminos de John Dewey
Caminos
de John Dewey.
Marcos Santos Gómez
Marcos Santos Gómez
John Dewey ha sido
absuelto finalmente. En este veredicto han influido las tesis sobre el mismo desarrolladas
por su abogado Brubacher. Recaía sobre él la sospecha del fiscal, quien sugirió
que el norteamericano ha sido una de las vergonzosas fuentes para legitimar y
desarrollar el tipo de pedagogía que la denostada reforma actual de la
educación y la universidad esgrime como base. Según la interpretación de este,
Dewey sería cómplice de la aberración monstruosa de renunciar a la verdad y sustituirla
por una suerte de obsceno cónclave de opiniones que no ocultan su preferencia
por lo útil, lugar donde quedaría exiliada la “verdad” destronada. Así, Dewey
disuelve la ciencia y los logros de la razón en una constante provisionalidad incurriendo,
fatalmente, en una relativización de cualquier final hallado para un problema.
Siempre queda camino por delante en un infatigable horizonte de posibilidades donde
proseguir eternamente la búsqueda de una verdad precaria y fantasmal erigida en
sierva de la acción y por tanto infernalmente próxima a la opinión, que para
los griegos era la denostada doxa.
Sin embargo, sospecho
que Dewey es de los grandes. Un clásico. Esto implica que tenemos el deber de leerlo
con mucha atención porque expresa de manera perfecta una cierta perspectiva
filosófica y educativa, lo cual desde luego no nos obliga a darle la razón por
las buenas. Como todos los grandes, alberga sutilezas que nos hacen afinar bien
para captarlo en sus líneas generales y, sobre todo, en los matices. Porque
suele ocurrir que en los matices se está jugando lo principal.
Yo, debo confesar, lo juzgué
en un artículo (aquí) profuso en citas y en bibliografía. Entonces esgrimí,
usando el método del contraste, como lo usara Shakespeare, pero también los
actuales periodistas (por supuesto yo pertenezco más a estos segundos, por mucho
que Shakespeare pueda ser la razón de mi existencia); un método que consiste en
desarrollar un contrapunto trazado entre dos líneas melódicas que se resaltan
unas a otras por ser opuestas (lo cómico del bufón contrastando enérgicamente
con el trágico destino del rey, en obras como El rey Lear). Esgrimí, digo, evidenciado por el contrapunto retórico
entre él y Paulo Freire, que la bienintencionada teoría deweyana podía albergar
insuficiencias de las que se achacan a la perspectiva liberal de la razón y la
política. Es decir, su concepto de método científico o de ciencia (social), así
como de razón (operativa como hipótesis y contraste de esta con la realidad) sería
demasiado formal, abstracto, para entender lo educativo, así como
reduccionista, lo que se puede también expresarse acusándolo de ser un método
en sí poco consciente de su propio ingrediente histórico al enarbolar
experiencias, datos y causas. Aunque para Dewey todo se realiza a la luz de una
“experiencia” que aúna la teoría que ha de ser aplicada y la respuesta hallada
en el trato práctico con la realidad. Hay en él el mismo esfuerzo por ajustarse
a la realidad que existe en cualquier científico. Pero manifiesta que la solución
hallada sería siempre provisional y su consistencia ontológica no iría más allá
de su eficaz servicio para desenvolverse
el hombre y el ciudadano en el medio. Es lo que en filosofía se denomina
“pragmatismo”. La verdad es verdad porque nos sirve y funciona.
En cualquier caso de lo
que se trata es de que lo descubierto por el científico nos sirve y esto se
logra, sorprendentemente, aplicando el mismo principio de la democracia a la
resolución de problemas: debate de las ideas y propuestas de hipótesis (¿o
programas políticos?) y confirmación empírica de lo que nos ayude a salir del paso
en ese único momento, sin aspirar a que dicha respuesta sirva para otros
futuros trances ni siquiera semejantes. El científico no es dueño jamás del
futuro. La verdad, como los replicantes de Blade
runner, brillaría exultante y poderosa apenas unos minutos, para morir
joven. Esto es porque la complejidad de lo real se resiste a ser tratada de un
modo simplista con dos o tres reglas o protocolos. Lo real cambia
constantemente, junto con el tiempo y las circunstancias, y de algún modo hemos
de adaptarnos a ello como la cambiante piel de un camaleón. Hay, pues, un
déficit en el saber humano que Dewey reconoce y recoge en su perspectiva
epistemológica y ontológica, sin abandonar por ello su fe científica y
empírica, su pretensión de rigor descriptivo y explicativo.
Resuena con estruendo,
no obstante, la airosa voz del fiscal acusando a nuestro bigotudo pedagogo de
que este modo de reflexión debilita de muchas maneras una auténtica
transformación de lo real que además visualice los elementos históricos y
sociales que están interviniendo, como hemos dicho. Un mero contraste de hipótesis
y experiencia, como si la razón fuera un árbitro capaz de operar diseñando y
comprobando respuestas en una experiencia guiada y consciente parece eludir el
componente histórico que requiere otras vías para su visualización. La razón
aplicada de Dewey, por muy aplicada que sea y sometida a lo real, no elude un
cierto formalismo metodológico.
La fiscalía insiste,
llenándonos de sagrado horror, en que el americano incurre en la torpe reducción
de la pedagogía a lo metodológico, como hemos criticado nosotros en anteriores
momentos, creyendo que la exploración intelectual y teórica que la pedagogía
debe emprender no puede ceñirse a señalar un método, plantilla o protocolo para
andar en pos de lo útil en aulas libérrimas. Aún más, nuestro pedagogo ha sido
asociado al vergonzoso tropel de los autores posmodernos.
Pero un buen fiscal al
que mueve el interés virginal y exclusivo por la verdad está obligado a ser
quisquilloso incluso con las propias ideas. Y tratar de comprender al acusado,
hasta el punto de reabrir el caso, como estamos haciendo en este agitado juicio.
Por eso es preciso además repensar algunas cuestiones.
La primera es que todos
los reformistas devotos de una educación “útil” parten de una dolorosa
evidencia que se nos hace patente al constatar la aberrante degeneración del
modelo disciplinar y magistral de la “vieja” academia. Clases tediosas a las
que no se halla el menor sentido, que no muestran el meollo de lo que se dice,
que no despiertan interés de ningún modo porque aburren hasta al profesor y que
se alejan del ideal científico al dar por hecho que la ciencia es un rosario de
dogmas incuestionables que una vez cayeron del cielo. Es verdad, y admitámoslo
a favor de Dewey como eximente, este lóbrego panorama de la “vieja” escuela o,
como la nombran en otros libros, la escuela “tradicional”. Y Dewey critica
esto, lo cual está muy bien hecho. Hemos, sin embargo, de puntualizar que
retomaremos esta horrible imagen de las escuelas más ominosas donde los
profesores vampiros, como encorvados Nosferatus, beben la sangre vital de sus
alumnos robándoles la ilusión, para argumentar que, aun reconociendo esta lacra
execrable, ni siquiera así, se justifica el desmantelamiento del edificio de la
Academia. Este, podemos defender y defendemos, no era en sí el culpable, por
naturaleza, de las lecciones magistrales aberrantes y tediosas que se han
sufrido en él. Se podría criticar esta desviación constructivamente, sin culpar
a la escuela o la Universidad en sí mismas. Por lo menos esto es lo que, recordemos,
ha defendido Liria en el libro que hemos comentado en anteriores entradas de
este blog.
En cualquier caso, el afán
del bueno de Dewey puede entenderse por esta situación atroz en la escuela, a
la que replica con una pedagogía que activa el interés del niño por aprender valiéndose
de la puesta en acción en el aula de la diosa utilidad. Es el mismo principio
del Aprendizaje Basado en Proyectos, del cual Dewey, como bien señalaba
Fernández Liria, es casi uno de los inventores. Lo útil consiste, para Dewey, en
una adecuada vinculación de la escuela con la sociedad. Para Dewey la escuela
ha de constituirse como un entorno democrático de vivísimos ciudadanos que
intercambian sus planes para intervenir en su medio y adaptarse bien a la
carrera de obstáculos de la vida y de la precaria existencia humana. El
ambiente proporciona los problemas que el niño habrá de resolver
interesadamente, porque dichos problemas parten de situaciones que le
involucran vitalmente y a las que quiere responder con acierto. Son cuestiones
la mayoría prácticas, cercanas y tangibles. No se extraen los problemas, como
en la escuela más tradicional, del interior de libros de texto o de las discusiones
teóricas dadas en las propias ciencias o a partir de un mero desarrollo formal
de los contenidos. Antes bien, estos son puestos a funcionar en la práctica
educativa. Para Dewey resulta inseparable pensar y tantear el mundo. Así que
las disciplinas tradicionales quedarían reducidas, en principio, a meros
instrumentos para resolver esos problemas concretos y prácticos, reales, que se
van presentando al niño. Lo que a su vez implica una conexión del saber con el
hacer, una inteligencia que es teórica y práctica a la vez, en la que la
práctica va tirando de la especulación teórica, como en la idea de
investigación de Stenhouse (investigación-acción).
Dewey parece admitir el
valor de algo tan separado del resto de la Creación y específico como es un
aula. Pero, sin dejar de ser educación y escuela, la achacosa institución abre
sus muros y deja pasar lo exterior, que resulta incluido en los tanteos
cognoscitivos y experienciales del niño. Además, la escuela sirve para romper
la barrera del individuo y ponerlo en situación de pensar y hacer el mundo con
otras personas.
Será este orden de la
inteligencia puesta en marcha en la resolución de problemas dentro de un
contexto comunitario, no solitario, el que otorgue al niño la convicción de la
importancia del prójimo, convicción que no aprende de ningún sermón, sino que
es vivida de hecho y sentida en su gozosa plenitud. Porque todos dependemos de
la ayuda de los demás para hacernos más sabios y en definitiva, felices.
Los niños se movilizan
en pos de fines que en el contexto educativo y social se les presenta. Aquí el
cuidado de Dewey es exquisito. No puede haber fines ajenos a los intereses y
curiosidad del niño. Deben estar insertos en su actividad. Lo que continúa
sucediendo, sin gran diferencia, en un mundo realmente democrático, fuera de la
escuela. La democracia es para nuestro héroe un método para hallar verdades, lo
que la convierte no solo en un sistema político, sino en un requerimiento
epistemológico. Solo en ambientes y situaciones democráticos, marcados por el
libre y alegre intercambio de iniciativas, ideas y soluciones, la persona da lo
mejor de sí. Es decir, somos democráticos en esencia, o por lo menos, la
democracia es lo que mejor se ajusta a nuestro carácter social, creativo y
libre (algún pedagogo también añadiría el adjetivo “educable”).
Como defensa, el
abogado de Dewey alude a que este trata de superar una posición aristotélica
que se encontraba demasiado inscrita en la pedagogía y por la que el niño se
entiende como alguien que va desenvolviendo sus potencialidades, como la
semilla da lugar a la planta que portaba, de algún modo, dentro. Es decir, que
habría algo previo que se despliega y florece en el curso de la educación. Es
lo que expresa la conocida metáfora de la semilla y la planta o el jardín de
infancia de Froebel. Dewey aporta para su defensa que al escoger un modelo pedagógico
no aristotélico como el del viejo Froebel, sino darwiniano, sí es posible
captar en su cabal dinamismo el crecimiento y la educación del niño. Brubacher
expresa así su argumento, como esforzado defensor del norteamericano: “En un
universo en evolución constante, el desarrollo debe tener un fin dinámico y no
estático” (p 285). Dewey parece próximo a una cosmovisión darwiniana, en el
sentido de que remarca el carácter evolutivo, es decir, cambiante y adaptable,
de los seres humanos y la vida en general. Trata de superar, desde ese supuesto
relativismo que se le achaca no sin ira por rabiosos acusadores, el
sustancialismo y la noción de “potencia” aplicados a lo educativo. En realidad,
esta intención no era del todo mala, podemos susurrar en su defensa algo
cohibidos ante la ferocidad del fiscal.
Pero el argumento
principal de cargo de este obsesivo fiscal contra Dewey, su posible relación con
la fatídica disolución de la escuela en lo técnico que llevamos meses
denunciando a raíz de las reformas universitarias, es, en un impresionante giro
final, echado por tierra por el abogado Brubacher (2013, p. 288); de manera que
el longevo y plácido pensador americano parece eludir la peor de las
acusaciones que contra él recaían: la de ser inspirador y cómplice de la actual
destrucción de escuela y universidad a que estamos asistiendo. Resulta que
también él acaba venerando la rancia cultura y la gema del conocimiento
teórico. Cito parte de la alegación que Brubacher aporta:
“Si la importancia dada
anteriormente al valor instrumental del programa parece desechar el estudio
directo de las disciplinas, la omisión es solo aparente. La experiencia, en
particular, bajo su aspecto de prueba, tiene una dimensión estética. Sufriendo
las consecuencias de sus actos, el niño adquiere cierto sentimiento acerca de
ellas. Las aprecia o las desprecia. Cuanta más atención directa e intensa
concede a la apreciación o a la depreciación, más interés otorga a los valores
estéticos. Para Dewey ese interés no se limita, en el programa, a las bellas
artes, sino que se extiende a las artes industriales, domésticas y liberales.
Se aplica, pues, a la historia, a las matemáticas y a la ciencia tanto como a
la música, la pintura y la poesía. Dewey llegó hasta afirmar que, al menos que
cada asunto sea apreciado, en algún momento, por su propia cuenta, se
encontrará en situación muy desventajosa cuando llegue la hora de estimar su
pertinencia o utilidad en alguna situación concreta” (p. 288).
¡Albricias! ¡El bueno
de Dewey no era tan malo! En este golpe final de la defensa, ha dejado
boquiabiertos a todos. A unos, que le acusaban de despreciar esa seducción de
la verdad y el conocimiento en sí mismos, tan elitista, acaba de desmontarles
tal difamación. El sofista aquí resulta ser más platónico, poéticamente
platónico, de lo que creíamos. Es decir, se trata también de un devoto de lo
bello y respetuoso asceta que cultiva admirado las ciencias como quien pinta un
cuadro. Así que, la alegación de su abogado parece haber dejado sin palabras a
quienes lo señalaban como un indigno sacerdote del Templo del Saber y burdo
artesano.
Pero, implícita en las
palabras de Brubacher, se encuentra algo todavía más sorprendente: que también
les da la vuelta a cuantos devotos de las actuales reformas educativas le
tomaron su método y enfoque a ciegas, degenerando en un practicismo técnico que
nuestro acusado sabía inútil. Porque
no se sirve a la verdad, por muy rebajada que se la presente, buscando una
utilidad que sea principio y fin de la misma, en una búsqueda que da vueltas a
la noria, encarrilada y conducida por seducciones y teorías incapaz de
visualizar. Dewey es un clásico. Y esto quiere decir que supo el valor de la
teoría y el conocimiento mejor que muchos de sus seguidores. Resulta que nunca
se había evadido del todo de esa santa veneración por la paciencia acumulada de
miles de estudiosos que se preocuparon de hilar conceptos y cultivar
disciplinas inútiles y que se regían por la belleza de la vieja verdad, aunque
venida a menos y vestida con harapos. Finalmente,
parece que Dewey rompe las paredes del aula, pero no las de la cultura. Es hijo
de una tradición que respeta y a la que, aplicando su método democrático, trata
de pulir y perfeccionar, para que si no la verdad, al menos el esfuerzo de su
búsqueda, persista como la labor más bella que puede orientar la existencia de
un ser humano. La emoción casi nos lleva a vitorearlo junto a Emerson y
Walt Whitman.
¡La democracia no puede
equivaler a una devaluación de la cultura! Al menos, parece que Dewey le
concede, a la cultura, a la teoría, un alto valor estético, es decir, la
capacidad de atraer poderosamente a las personas. No deja de prevalecer aquí
(alguien diría que muy a la posmoderna) una preferencia por la seducción y el
carácter artístico de las disciplinas, antes que por su valor de verdad y su
cierta descripción del mundo. Pero no olvidemos que por muy desterrados que
estaban los poetas de la República platónica, nadie, empezando por Sócrates,
era arrastrado a la afanosa búsqueda de respuestas a cuestiones en apariencia
solamente teóricas, si no concordaba, en su cuerpo y en su alma, como la cuerda
que vibra en la guitarra cuando se aproxima esta a una fuente de sonido
similar, con el universo. Hay un prurito griego, remoto, estetizante, en esta
sorpresa final de Dewey, que lo sitúa, con justicia, en la gran tradición
fundada por los griegos. Nos enseña en algunos pasajes de sus escritos, a pesar
de su énfasis en el interés práctico, que hay otro interés que justifica la
existencia de todas las disciplinas del saber, las más teóricas y básicas
incluidas. Un interés que, admite, hace de motor imprescindible para que el
niño, y el adulto, se decidan a dedicar mucho tiempo, acaso su vida entera, a
la ciencia. Así, Dewey se nos va alejando de esa reducción de la Pedagogía a lo
meramente útil (equivalente a la reducción de las matemáticas a la
contabilidad) que nos torna caricaturas y meros fantasmas o sombras grotescas.
El fallo ha sido, por
tanto, absolutorio para Dewey. Y aunque podríamos y deberíamos terminar aquí
esta farsa, empeñémonos en citar otro nuevo alegato del abogado que, con
denuedo, nos obliga a repensar quién era verdaderamente Dewey y lo que quiso
decir:
“[Dewey] consideraba
estúpida la idea de que el maestro no debe sugerir a los niños lo que han de
hacer, porque equivaldría a violar ilícitamente el recinto sagrado de sus
individualidades. Impedir a la persona de la clase que tiene más experiencia,
que haga sugestiones sobre el modo de guiar ésta, constituye una pérdida del
entendimiento y por consiguiente ipso
facto algo estúpido” (p. 291).
¿Estará Dewey, finalmente,
también reivindicando la anquilosada y rancia idea de la “autoridad” del
maestro? Seguimos otro día…
Bibliografía:
Brubacher,
J. S. (2013). “John Dewey (1859-1952)”, en Château, J. Los grandes pedagogos. México: FCE (primera edición francesa en
1956).